En mi pesadilla, ella gritaba porque se estaba muriendo y yo no podía salvarla. Esos gritos eran peores que el dolor de las balas que me han metido en el cuerpo. Un millón de veces peores que el atropello de aquel Mercedes hace tantos años. Peor que cualquier puñalada o cualquier otra herida que haya recibido o que me haya imaginado.
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