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Crítica de Queridobartleby


Queridobartleby
11 September 2021
Hace un tiempo leí de Max Frisch, «Homo Faber» (1957), libro que os recomiendo. En él, vemos como un hombre racional y previsor, sufre una progresiva transformación debido a causas del azar, al cual, nunca confirió veracidad. Las circunstancias imprevistas que atraviesa, lo llevan a un replanteamiento de sus convicciones y a una búsqueda de su identidad.

«Montauk» en cambio, aunque pueda tener una base de los pensamientos habidos en su literatura, es más íntimo, implicando a su propia persona en no pocos fragmentos narrados.

Se remonta el libro a 1974 cuando el autor realiza un viaje promocional a Nueva York. Conoce allí al enlace de la editorial, Lynn, en el libro (en realidad, Alice Locke-Carey). Nos irá detallando un fin de semana que pasan juntos en Montauk, ubicado en Long Island, perteneciente al distrito de Nueva York.

Los personajes principales son pues, el mismo Frisch y Lynn, pero modulados en un interesante tratamiento al emplear la primera persona para reflejar el escritor sus pensamientos y la tercera persona donde el mismo autor por medio de su narrador parece auscultar a ambos personajes como en una especie de alejamiento. También se puede pensar que Frisch nos está narrando las vivencias de ambos personajes en una especie de novela de contenido más lírico. Podemos observarlo en el siguiente fragmento:

«Él permanece de pie e ignora lo que en este preciso instante está pensando… En Berlín serán ahora las tres de la tarde… Por lo general, no le gusta esperar. A ella se le ha ocurrido que para ver el Atlántico no le hace falta, en realidad, su bolso de mano. A él todo le resulta un tanto inverosímil, pero transcurrido un rato lo ve como una simple certeza: susurros en los arbustos, a continuación los pantalones de ella (el azul claro ajado, por supuesto) y sus pies en el sendero, detrás de muchas ramas y tallos su pelo bastante rojo.»

Este ejercicio narrativo de Frisch le da pie a establecer una serie de reflexiones de diferentes tipos. Su primer oficio de arquitecto copa algunas notas, pero abundan más las dedicadas a su escritura; tanto en su labor teatral como narrativa. En el siguiente fragmento, describe las dudas que tiene el escritor de lo que puede ser reflejado en el texto y lo que no, en lo que a su intimidad se refiere:

«El escritor recela de los sentimientos que no se prestan a ser publicados. Él espera entonces su ironía. Supedita sus percepciones a la cuestión de si son dignas de ser escritas, y vive de mal grado lo que no puede en absoluto poner en palabras. Esta enfermedad profesional del escritor convierte a algunos en bebedores.»

Continúa meditando en torno a la motivación de la escritura y posibles receptores, reconociendo que su labor creativa es un compromiso con él mismo:

«La verdad es que yo escribo para expresarme. Yo escribo para mí. La sociedad, sea cual sea, no es mi patrón. Yo no soy su sacerdote ni su maestro escolar. ¿La opinión pública como compañera? Puedo encontrar parejas mucho más dignas de confianza. Así pues, edito mis libros no porque yo considere que tenga que aleccionar o llevar por el buen camino a la opinión pública, sino porque se necesita un auditorio imaginario para poder, en cualquier caso, conocerse. En el fondo, escribo para mí mismo…»

Podemos observar que la obra avanza en dos direcciones. Una primera, donde nos narra el presente del momento de la escritura, es decir, lo que está aconteciendo en su promoción editorial en Nueva York y en Montauk; otra segunda, donde hay un remonte en el tiempo para contarnos acontecimientos del pasado.

En esta rememoración tiene un papel importante un amigo estudiante, llamado W. en el libro. Cuando murió su padre, Frisch tuvo que abandonar los estudios y su amigo W., hijo de padres adinerados, financió sus estudios de Arquitectura. Max nos habla de su extraña relación con él, una persona superdotada para los estudios, sensible también. Nos habla de sentimientos encontrados al divisarlo de lejos, tiempo después:

«Es muy alto, inconfundible en medio de la multitud, y yo lo había visto además por delante. Sumido al parecer en sus pensamientos, tenía la mirada clavada en el frente. Entonces la bajó hacia el asfalto, como si también me hubiera reconocido. Sabe y yo sé todo lo que ha hecho por mí. Ni siquiera le lancé una llamada al otro lado de la calle para que volviese la cabeza. ¿Qué va a hacer W. con mi deuda perpetua de gratitud? Y por encima de todo sé que, a fin de cuentas, no puedo mantener el tipo delante de ese hombre. En clase era siempre el mejor, pero no un trepa. Era más inteligente que el resto, sin tomarse por ello su inteligencia a la ligera, y, por tanto, era también un estudiante concienzudo. Se avergonzaba de las alabanzas de los profesores. Dispuesto a no representar el papel de alumno modélico, podía ser totalmente grosero con los profesores. Después del colegio yo solía acompañarlo a su casa, lo que suponía para mí un largo rodeo, pero también una ventaja. Gracias a él oí hablar por vez primera de Nietzsche, de Oswald Spengler, de Schopenhauer. Sus padres eran muy ricos. A él esta circunstancia le parecía de poca monta, en modo alguno una excusa para mostrarse arrogante.»

Comienzan a divergir en el momento en que Frisch empieza a dedicarse a la escritura, en lugar de al dibujo y la pintura como aconsejaba su amigo:

«Yo escribía para los periódicos y me sentía orgulloso cuando se imprimían mis cosillas. El afán de hacerme valer, creo yo, fue la primera cosa mía que le decepcionó. Yo necesitaba ganar dinero. Eso, por descontado, él lo entendía, pero lo que yo escribía le resultaba penoso. Me animó a dibujar. Consideraba que no me faltaban dotes para ello. Sus conocimientos sobre artes plásticas eran inusuales, no extraídos meramente de los libros. Surgían de su propia sensibilidad. A pesar de que él me estimulaba, no me atrevía a dibujar. En cambio, aprendí de él lo que es posible ver en los cuadros.»

Max, largo y tendido nos cuenta como la relación entre ambos se iba desdibujando, como en los últimos encuentros:

«Nuestros últimos encuentros tuvieron lugar en 1959. La mujer que yo amaba por entonces había estudiado Filosofía y escrito acerca de Wittgenstein. Se había doctorado con una tesis sobre Heidegger. Esto no lo podía saber W. aquel día en que la vio por vez primera. Él había oído su nombre con anterioridad; su obra poética no la conocía. También a ella le costaba esfuerzo abrirse ante W. Tampoco el TRACTATUS LOGICUS, desconocido por W., lo tenía fácil. Me mantuve callado para no molestar con mis precarios conocimientos. Que una mujer que vivía conmigo supiera de filosofía no le entraba a él, por lo visto, en la cabeza.»

Culmina el apartado de su benefactor con la extrañeza con la que tuvo lugar ese último encuentro que no llegó a cristalizar. Una amistad donde el papel subrogado de Frisch no benefició la relación mantenida entre ambos:

«Por boca de un tercero oí que a W. le extrañaba que Frisch hubiera llegado a encontrar una pareja semejante. Nunca devolví la suma de dinero que en su día hizo posibles mis estudios universitarios. Por fuerza se habría sentido herido, pienso. En cierto modo habría anulado su generosidad. Hace poco, cuando divisé a W. en Zúrich, me quedé desconcertado: conciencia de mi gratitud, pero ni rastro de afecto. Tampoco le he contado por escrito que lo identifiqué por la calle. Hoy día ya no me interesa lo que W. piense sobre nuestra larga historia. Esto es lo que, sobre todo, me produce desconcierto. Me refiero a que la amistad con W. fue para mí un infortunio y a que W. no puede hacer nada por evitarlo. Habría sido más fecunda, también para él, si yo me hubiera sometido menos.»

En esta incursión en el pasado, las mujeres que han pasado por su vida adquieren importancia. Destaca su relación con la reconocida poeta y pensadora austríaca, Ingeborg Bachmann:

«Yo trabajaba en una emisora de Hamburgo y solicité escuchar la pieza radiofónica, después escribí una carta a la joven poetisa, a quien no conocía personalmente: lo bueno, lo importante que es que la otra parte, la mujer, se exprese. Ella recibía bastantes alabanzas y alabanzas grandes, yo ya lo sabía, pese a lo cual sentí aquel apremio de escribirle una carta. Pretendí decir: necesitamos la descripción del hombre desde el punto de vista de la mujer, la descripción de la mujer hecha por ella misma. Su respuesta escrita me dejó pasmado: dijo que viajaba a París y pasaría por Zúrich, si bien sólo disponía de cuatro o cinco días. ¿Qué intentaba decirme? Luego no vino.»

Inesperadamente Ingeborg se presenta en París para el estreno teatral de una obra de Frisch:

«Un estreno en París, el primero de los míos. El montaje me parecía muy bueno, mi obra no tan mala, pero cuando llegó la hora dije por segunda vez: INGEBORG BACHMANN, DE VERDAD QUE NO NECESITA USTED VER LA OBRA. En lugar de entrar en el teatro nos pusimos en camino hacia nuestra primera cena. Yo no sabía nada de su vida, ni siquiera rumores. ¿VIVE USTED CON UN HIJO?, fue lo primero que pregunté, y ella estaba complacida, perpleja, feliz de que alguien no supiera algo así de ella.»

La relación intermitente mantenida con ella entre 1958 y 1963 parece que no fue fácil. Ingeborg, tuvo una trágica muerte en 1973 a raíz de un incendio en su casa. El autor conversó con ella la última vez en 1963:

«Ingeborg murió. La última vez que hablamos fue en 1963 en una cafetería romana, una mañana.»

En estas anotaciones en torno a Bachmann, son muy interesantes sus observaciones en torno a la relación con el dinero, que mantenía la autora, derivando en su propia autorreflexión:

«Pienso en Ingeborg y en su relación con el dinero. Un puñado de billetes, HONORARIOS, la alegra igual que a un niño. Luego me pregunta qué deseo. El dinero es para gastar. La manera como ella lo gasta: no como salario por su trabajo, sino como sacado del cofre de una duquesa que pasa por períodos de penuria. Está acostumbrada a renunciar. Dinero, una cuestión de suerte. ¿Su dinero, mi dinero, nuestro dinero? O se tiene o no se tiene, y, si no alcanza, entonces se queda desconcertada como si algo no funcionara bien en este mundo. Sin embargo, no se queja. No se percata de que la radio, donde es tan solicitada, le paga de pena, y ella firma con gesto distraído un contrato que honra poco al editor. No cuenta con que los demás hacen sus cálculos. Compra zapatos como para un ciempiés. No sé cómo lo consigue. No recuerdo que se arrepintiera alguna vez de un gasto, de un alquiler caro, de un bolso de París que luego se le rompe en la playa. El dinero nos abandona de una forma u otra. Que alguien a quien ella ama se muestre tacaño consigo mismo hiere su amor. En realidad debería correspondernos a los dos un pequeño o gran palacio, pero a ella no le molesta que otros lo tengan. Hacerle regalos es una delicia. Resplandece. No exige lujo. Cuando llega, ella se pone a su altura. Orígenes pequeñoburgueses como los míos; sólo que ella está libre de esos orígenes. Sin ideología; merced a su forma de ser. Si hace cálculos, entonces cuenta con que ocurran milagros. Como en el caso de algunas mujeres: los billetes están por lo regular estrujados en sus bolsos, deseando que los pierdan o los transformen en algo más hermoso. Por mi cincuenta cumpleaños me invita a viajar a Grecia.»

En algunas pinceladas del autor la perplejidad cohabita con ciertos sentimientos de culpa:

«Cuando por casualidad veo a la madre de mis hijos, por ejemplo en el foyer de una sala de conciertos: su cara temerosa con un rasgo de pesar que siempre tuvo, una buena cara, incluso más franca en los años maduros, pero ya para siempre una cara plena de inocencia herida… me siento turbado. La veo con gran estima y asombrado de que yo sea el padre de sus tres hijos.»

A lo largo de las páginas del libro, Max va reflejando las preocupaciones que por su edad comienzan a asomar. Suele tener sueños constantes. Entre ellos, el más recurrente es el temor a la muerte:

«Sueño mucho con la muerte. Incluso cuando ningún sueño me la recuerda, puede ocurrir que me despierte sobresaltado: Tengo ahora 61, 62, 63 años. Como cuando se mira al reloj y comprobamos: ¡qué tarde se ha hecho! El miedo a la edad es melancólico, la conciencia de la muerte es otra cosa. Un acto de conciencia también en la alegría. Como cualquier otra persona, temo una muerte atroz. El intento de ordenar mis cosas antes de emprender un viaje se ha convertido en una tarea prosaica. Ahora soy mayor de lo que llegó a ser mi padre y sé que en breve habré alcanzado la esperanza media de vida. No quiero hacerme muy viejo. Por lo regular me junto con gente más joven.»

Estamos ante una obra de total madurez de un autor que sabe que ha transcurrido una buena parte de su vida. Necesita sincerarse explorando a su vez zonas que quizás para él mismo, albergan cierta oscuridad. En los pasajes más personales se observa un ejercicio autocrítico donde el autor se despoja de todos sus ropajes, apareciendo en total desnudez. La inteligencia en la escritura de Max Frisch está fuera de toda duda, planteando un ejercicio de memoria donde el ámbito creativo de la obra, la identidad, la culpa y el paso del tiempo están presentes. Tampoco falta la fina ironía que surca por las páginas del libro. Simultáneamente a sus reflexiones y al regreso a su pasado, elabora un pasaje narrativo, mezcla de ficción y realidad en el tiempo presente de la creación de la novela.

Editorial: Debolsillo, Edición 2014
Traducción: Fernando Aramburu

Texto, imágenes y música de Anton Bruckner, en la Página:

Enlace: https://queridobartleby.es/m..
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