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ANA MATA BUIL (Traductor)
ISBN : 8490565201
624 páginas
Editorial: RBA (21/05/2015)

Calificación promedio : 3.75/5 (sobre 2 calificaciones)
Resumen:
En el verano de 1927 en los Estados Unidos tuvieron lugar una larga serie de acontecimientos que anunciaban
el inicio de una nueva época: la aparición del cine sonoro, el afianzamiento del imperio criminal de Al Capone, las
obras del memorial del monte Rushmore, la bonanza económica que aún impulsaba a Wall Street; y, desde luego, la
travesía aérea de Lindbergh por el Atlántico, que se convirtió en el principal símbolo del cambio de paradigma qu... >Voir plus
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Críticas, Reseñas y Opiniones (1) Añadir una crítica
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 28 February 2024
1927. Un verano que cambió el mundo (RBA 2015, traducción de Ana Mata Buil) es un libro más de Bill Bryson a quien se puede considerar, merecidamente, el enciclopedista más exitoso de nuestro tiempo, puesto que poco o nada escapa a su interés y nada humano parece serle ajeno.



En esta ocasión, se aproxima a la Historia desde una perspectiva innovadora, consistente en seleccionar un periodo concreto de tiempo, el verano de 1927, para fijar su atención en hechos relevantes que marcaron a su juicio un punto de inflexión en la historia del mundo.



Así de pretencioso se presenta este extenso libro que, sin embargo, no aburre, ni cansa y que, a su fin, casi sabe a poco y uno desearía que las miras de Bryson hubieran sido más altas y se hubiera extendido al otoño, invierno de ese mismo año y así sucesivamente.



Pero vayamos a esos hechos que parecen dignificar este concreto momento a ojos del autor. Sea dicho como prefacio, que uno está tentado a creer que Bill Bryson tanto podía haber escogido el verano de 1927 como el otoño de 1934 o el invierno de 1963 para escribir uno de sus maravillosos libros en los que desplegar una cantidad de anécdotas históricas, de hechos curiosos, de tejer coincidencias alumbradoras de conclusiones variadas, en definitiva, para desarrollar todo su talento, con la amenidad a que nos tiene acostumbrados. Porque parece que no hay tema, por más rutinario o manoseado que pueda parecer, que no resulte renovado y fresco en sus libros.



La columna vertebral en torno a la que Bryson construye su relato es la gesta de Charles Lindbergh, el joven piloto de origen escandinavo que en mayo de 1927 cruzó en solitario por primera vez el Atlántico en un avión, el Espíritu de San Luis, apenas un cascarón de tela y madera a los ojos de nuestros días, pero una máquina casi perfecta en su momento. Una promesa de 25.000 euros para el primer piloto que cruce el Atlántico ofrecida por el millonario Raymond B. Orteig supone el disparo de salida de una loca carrera en la que muchos aviadores empeñarán su fortuna y arriesgarán sus vidas, empujando los límites de la aeronáutica hacia algo más parecido a lo que hoy tenemos por tal. Aviadores más experimentados aunque menos audaces que Lindberg, mejor financiados y con mayor exposición pública se verán desbancados.



Pero la hazaña de Lindberg tendrá un especial significado para los estadounidenses, quienes están acostumbrados a ser segundones en todo, los primos lejanos en el concierto internacional. Tras su aportación en la victoria sobre Alemania en la Gran Guerra, comienzan a atisbar que las cosas pueden cambiar. Y aparece Lindberg, un héroe que responde a los estereotipos nacionales, incluido su origen familiar europeo, su modestia y discreción, su rubicunda cabellera y su juvenil figura.



Por primera vez, los americanos logran imponerse al resto del mundo en una tecnología tan puntera y vanguardista como era la aeronáutica en aquellos años. Cuando Lindberg inicia su viaje, en los Estados Unidos, apenas hay una normativa que establezca límites o garantías para los vuelos, poca formación, poca regulación, malas condiciones en las pistas de aterrizaje, apenas indistinguibles de lodazales donde pasta el ganado. Pero la aviación es una actividad que terminará por encarnar gran parte de los ideales americanos, su ansia de libertad y autonomía, de ausencia de fronteras que el ideario americano tanto gusta de ensalzar.



El logro de Lindberg desata la euforia en París donde es recibido y homenajeado por miles de franceses, orgullosos de haber podido ver con sus propios ojos el fin de una gesta tan grandiosa como los antiguos viajes marítimos. Y esta fama y gloria será poco para lo que está por venir. Lindberg será recibido en Nueva York como un héroe de guerra. Se suceden incesantemente los actos de homenaje, los desfiles, cenas de gala, ruedas de prensa, apariciones en noticiarios, la gira alrededor del país, más extensa, más peligrosa que el propio viaje oceánico. Todos estos eventos serán un anticipo del modo en el que los medios de comunicación lograrán dar forma al fenómeno de los fans, de una manera creciente en la que el interés del público estará por encima de la intimidad del famoso, en el que todo será exhibido y en el que la histeria se desatará sin una causa cierta. Anticipo de lo que llegará con el correr de los años y lo que se verá con Frank Sinatra, con Elvis, más tarde con los Beatles. Pero el fenómeno ya está aquí y es Lindberg quien le dará forma, muy a su pesar.



Porque en aquella época, los periódicos se convierten en los principales transmisores de chismorreos, anuncios sensacionalistas, noticias falsas o interesadas, todo lo que hoy consideramos propio de nuestros días. Los poderes mediáticos actuales, que hay quien sostiene que controlan todo lo que pensamos y creemos, tienen su antecedente en los magnates de la prensa, como William Randolph Hearst, capaz de influir en las decisiones de su gobierno y que aún disfrutaría de reconocimiento público durante años y que daría lugar a la célebre película Ciudadano Kane.



Los lectores seguían con pasión desatada cada detalle de hechos tan escabrosos como el asesinato de Mr. Sneyder a manos de su esposa y su amante, Judd Gray, quienes simularon que el crimen había sido cometido por unos italianos que habían asaltado la casa, asesinado al esposo y golpeado a la fiel mujer para robar las joyas. El problema es que la rubia, Sra. Snyder no presentaba signos de violencia y las joyas aparecieron debajo de su colchón. de todos estos detalles daba cuenta la prensa más morbosa, siendo uno de los juicios más celebrados durante todo el año por los medios, aunque no el único. Luego tendremos ocasión de conocer algún otro que ha logrado trascender hasta nuestros días.



Es también en este prolífico verano en el que se estrenará la que es conocida como primera película sonora de la historia del cine, El cantante de Jazz. Aunque ya había habido rodajes previos con sonido, lo cierto es que la industria del cine no había abordado esta innovación por diferentes motivos entre los que se contaban el elevado coste de producción, la necesidad de adecuar las salas de cine a la nueva tecnología y, en última instancia, aunque siempre quedará como leyenda romántica, el rechazo de los artistas por un género que creían que robaba protagonismo a sus actuaciones, supuesta disculpa para esconder sus limitaciones declamatorias. Sea como fuere, lo cierto es que ese mismo año Buster Keaton, la estrella mejor pagada del momento, está rodando El héroe del río, que se estrenará al año siguiente y que muchos consideran su mejor película, por encima de El maquinista de la General. Sin embargo, la obra será un rotundo fracaso, un anacronismo en un año en el que las demandas del público se centran tan solo en el cine sonoro, dejando tal vez al margen la calidad del filme, primando tan solo la emoción de ver en la pantalla a unos actores capaces de hablar como seres normales, ajenos a la gesticulación excesiva, al histrionismo al que llevaba la falta de verbalidad.



El cine es uno de los signos del dominio estadounidense de aquella época, con una industria que hacía palidecer a sus rivales europeas y que, con el devenir del tiempo, se convirtió en referencia casi única en lo que a cine se refiere, dejando para las producciones de otras naciones un cine más alternativo, de menores aspiraciones en cuanto a espectáculo, no solo por las diferencias notables de presupuesto sino por la imposibilidad fáctica de competir con el modelo americano.








Pero hay otras tantas facetas de la vida estadunidense que no han logrado trascender sus fronteras de manera tan masiva y abrumadora. Así, el béisbol es un deporte que asociamos instintivamente a los Estados Unidos, no tan espectacular como el fútbol americano, pero sí más auténtico. Sin embargo, sigue siendo un deporte del que pocos países participan. El béisbol no pasa por sus mejores momentos en 1927. La afluencia a los estadios es prácticamente la única vía de ingresos y muchos clubes están al borde de la ruina. La competencia del cine no ayuda a mejorar los ingresos. Los jugadores de algunos equipos deben encargarse incluso de lavar sus propias prendas. Otros hacen inversiones ruinosas en ampliaciones de aforo que no llegarán a completarse fácilmente. Muchos clubes con resonancias míticas caen en manos de desaprensivos faltos de escrúpulos. Para lograr salir adelante, se venden licencias para comercializar comidas y bebidas en los campos, nace así el famoso hot-dog, un bocadillo fácil de preparar y que se puede comer sin mancharse mientras gritas a tu bateador favorito.



Pero el público sigue cada partido a través de los periódicos con una fruición casi incomprensible. La radio también ayuda a dar forma a un nuevo modo de aproximarse al deporte más allá de la presencia en los campos.



Es precisamente en este año 1927 cuando una de las principales figuras de este deporte alcanzó su máximo reconocimiento. Babe Ruth cambió el modo de entender el béisbol, no solo por su infinita capacidad para lograr los home run en un contexto de campos poco cuidados, pelotas de dudosa calidad, y poca profesionalización. Él dió forma al mito del deportista cercano al público, capaz de sucumbir a los mismos vicios que el espectador normal. Todo le hacía destacar por encima de otros jugadores. Su voracidad insaciable, su descomunal ingesta de perritos calientes, su vida mujeriega y su afición por encararse con quien fuera menester, que le llevaría a diversos juicios de los que solía salir airoso. Todo ello prefigura esa imagen sorprendente que aún hoy parece marca de deportistas que, pese a sus fabulosos ingresos, generan un sentimiento de identificación en sus admiradores y logran la exculpación del público ante cualquier exceso, exhibición vergonzante de riqueza o discrepancias con Hacienda.



Pero el deporte también encuentra otro importante reducto, es el caso del boxeo. Uno de los combates más famosos de todos los tiempos tuvo lugar en 1927, con la disputa por el título de los pesos pesados entre el favorito Dempsey y el ganador final, Tunney. En septiembre se celebró la primera pelea, seguida por la revancha en noviembre del mismo año. La victoria de Tunney no estuvo exenta de polémica por la aplicación de una nueva norma que permitía una cuenta de diez para que el boxeador derribado pudiera incorporarse mientras el contrincante debía retirarse a su rincón. En una de estas ocasiones, Dempsey no se retiró con la suficiente rapidez, lo que retrasó la cuenta del árbitro permitiendo así que Tunney ganase unos segundos adicionales para recuperarse.



Fuera una victoria limpia o no, lo cierto es que el ambiente que rodeó la pelea no era de lo más edificante. Entre los primeros asientos se encontraban celebridades del cine, de las finanzas, de la política e incluso de la mafia, como al Capone, quien habría ofrecido a Dempsey la posibilidad de comprar el combate, marca de la casa. Es de justicia reconocer al perdedor que se negó a tal apaño, tan confiado estaba de poder ganar.



Bryson describe con vivacidad el combate y se demora en las personalidades presentes, avanzando la historia para desvelar parte del futuro judicial de algunos de los asistentes, comenzando por el propio al Capone cuyos días de gloria estaban próximos a su fin por la reciente promulgación de una ley sobre evasión fiscal que, sin que nadie pudiera aún anticiparlo, sería el cepo en el que muchos hampones caerían.



La mafia no puede considerarse una creación americana, pero sí que es en esa tierra donde alcanza una altura mítica por la publicidad de las acciones de estos delincuentes. Hechos como la matanza del día de San Valentín u otras tantas venganzas y guerras intestinas ocupan las primeras planas de los periódicos asustando a los tímidos ciudadanos, sorprendidos de que sus alcaldes, funcionarios, policías o congresistas estén en manos de estas organizaciones criminales que, de cuando en cuando, se declaran entre sí la guerra mientras hacen gala de acciones caritativas que terminan por aumentar la confusión. No es por tanto americana la mafia, sí lo es la imagen consolidada mundialmente en forma de películas, novelas, documentales. También será americana la forma que finalmente se empleará para combatirla, la puerta de atrás, el recoveco por el que estos gánsteres serán juzgados, en base a la evasión fiscal. Las leyes aprobadas este año llevarán a la detención de al Capone poco tiempo después. La mafia continuará teniendo su cuota de poder, más allá de la crisis del 29, de la Segunda Guerra Mundial, llegando a poner sus manos en el rat pack o tender su sombra entre las muchas teorías conspirativas sobre el asesinato de JFK.



Pero el mayor caldo de cultivo para la delincuencia organizada lo creó el propio gobierno de los Estados Unidos a través de la más estúpida de las leyes que haya promulgado el Capitolio: la Ley Seca.



Desde el fin de la Primera Guerra Mundial, las tendencias moralistas lograron ganar peso e imponer férreas restricciones en muchos ámbitos ante lo que veían como el deterioro de los valores americanos por la avalancha de inmigrantes europeos y del resto de América. Así, la bebida personificó gran parte de todos los males que los censores de vidas ajenas creían ver. Las ligas para la prohibición de la bebida fueron ganando adeptos hasta conseguir la aprobación de la denominada Ley Seca, una ley que, nada más promulgarse, despertó la ira de quienes creían que iría dirigida tan solo a cerrar sucios garitos de pendencia y que se encontraron con que también afectaba a sus pintas de cerveza o al consumo eclesiástico.



Pero hecha la Ley, hecha la trampa. Gran parte de los depósitos de alcohol para uso industrial o sanitario terminaron por formar parte, junto a otro tipo de aditamentos y derivados, de la cadena del alcohol negro, el que se vendía a plena luz del día, el que segaba vidas por su falta de control, el que movía una cantidad inmensa de dólares sobre los que el Estado ya no podía recaudar impuestos pero para cuyo control debía invertir una gran cantidad de dinero.



Nadie sabe cuántas personas murieron como consecuencia de la mala calidad de este alcohol ilegal, tampoco cuántos muertos hubo entre los licoreros clandestinos, los inspectores de la Ley, las bandas rivales, los crímenes de la mafia. Todo un despropósito que, por fortuna, tampoco lograron exportar mundialmente y que, a día de hoy, nos ha dejado imperecederas imágenes del contraste entre las más puritanas intenciones y sus depravados resultados.



Pero la represión moral tenía otros muchos enemigos. Pese a las leyes Crow Jim, que mantenían de facto la división entre blancos y negros, la cultura de origen afroamericano iba calando en la sociedad puritana. La principal vía de entrada fueron los ritmos que llegaban del Sur profundo, con el naciente jazz. No en vano es en estas fechas cuando Louis Armstrong and his Hot Five comienza a dar forma a un nuevo tipo de música y, poco antes, nuevos y exóticos bailes ponen en riesgo la decencia. La pareja Castle ofrece su espectáculo por todo el país, por Europa, llevando los nuevos bailes a todo el mundo y popularizando descarados pasos que, no obstante, son pronto imitados por muchos jóvenes.



Toda la tradición de música norteamericana, sus marchas, sus himnos metodistas, sus espirituales o el doliente blues, no lograron alcanzar el éxito que el jazz alcanzó de manera fulminante desatando una locura acompañado por bailes como el trot fox o el charleston. de este modo, la música americana se preparaba para la gran explosión que llegó a través del nacimiento del rock and roll y su imposición en lo sucesivo, de modo que ni tan siquiera las respuestas europeas llegaron a ser otra cosa que la adaptación del lenguaje musical americano.



Y esta mezcla de música, bailes, garitos clandestinos y un creciente consumo, sentaron la base de lo que hoy llamamos los locos años veinte, pero que también estuvieron repletos de las semillas de lo que habría de conocerse como el crack del 29, ese desplome de la Bolsa de Nueva York que terminaría por expandirse por todo el mundo con sus gravísimas consecuencias en cuanto a desempleo, hiperinflación, levantamiento de barreras proteccionistas o ruina total del comercio.



Y es precisamente en 1927 cuando los banqueros centrales de Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania acuerdan una leve bajada del tipo de interés en los Estados Unidos con el fin de frenar la continua salida de capitales de la Europa arruinada por la Gran Guerra y garantizar un equilibrio que permitiera mantener el comercio entre ambos lados del Atlántico y frenar la huida de capitales europeos. Sin embargo, esta medida terminará por desencadenar el crack bursátil apenas dos años después. La bajada de tipos permitirá a muchos norteamericanos invertir en Bolsa, aparentemente un negocio imbatible, incluso con el dinero que no tenían, endeudándose en la confianza de que sus inversiones se revalorizarían lo suficiente como para poder devolver el crédito y obtener un suculento beneficio. En suma, la típica espiral de cualquier burbuja financiera. Cuando diversos acontecimientos lleven a la bajada de la Bolsa, miles de pequeños accionistas, temerosos de perder sus inversiones, iniciarán una loca carrera para deshacerse de unos activos cuyo valor se desplomará.



Hay otras sombras agazapadas en el esplendor de estos años locos. Bryson señala con justicia que también se podría haber definido este tiempo como la era del odio. Tras la Gran Guerra, muchos soldados que volvían a querer ocupar sus antiguos puestos en las industrias que habían abandonado por el reclutamiento, vieron que ya no tenían dónde regresar. Una oleada de activismo político, huelgas y conflictos de todo tipo sacudieron el país. La represión y las revueltas causaron muertos y una espiral violenta que también formó parte de los felices veinte.



La Revolución Soviética había creado un precedente al que muchos se quisieron sumar en un intento por cambiar las estructuras de poder en el país. Pero no solo eran los comunistas quienes se organizaban. Como es sabido, la división entre las diferentes facciones revolucionarias fue una de las principales causas de su escaso éxito allá donde pretendieron ocupar el poder. En Estados Unidos los inmigrantes europeos trajeron el movimiento anarquista y su reguero de atentados y explosiones, las más de las veces sin demasiadas consecuencias. El caso más famoso es el de los anarquistas Sacco y Vanzetti que fueron acusados de uno de estos atentados y finalmente condenados a la silla eléctrica pese a innumerables protestas por todo el país y el extranjero. Las dudas que se sembraron sobre la justicia del procedimiento criminal que se siguió contra ellos, la endeblez de las pruebas y la personalidad de ambos acusados fueron aireados por muchos como prueba de su inocencia. Bryson señala que investigaciones recientes hacen pensar que ninguno de los dos fueron tan inocentes y ajenos al crimen por el que se les juzgó como pretendieron. Cierto o no, la fotografía que un reportero logró obtener del momento del ajusticiamiento de uno de ellos supuso todo un impacto para una sociedad que vivía entre el miedo y el terror.



Claro, que los anarquistas no eran los únicos que traían la muerte y el odio. El mayor asesinato colectivo fue cometido por un desdichado perturbado que, voló una escuela en Bath, Michigan, causando la muerte de cuarenta y ocho niños y más de cincuenta heridos. Un terrible precedente de los tiroteos en escuelas que cada poco tiempo se producen en los Estados Unidos.



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