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Crítica de Ferrer


Ferrer
10 January 2020
Dos voces, la de una mujer que recuerda su etapa en Nueva York como editora y su búsqueda obsesiva e insaciable de los vestigios del poeta Gilberto Owen, y la del propio Gilberto Owen, la del Harlem de los años 20. Tras ambas voces en espacios y cuatro tiempos diferentes, Luiselli mueve los hilos de sus marionetas con destreza y ahínco, maneja y riza con desenvoltura los resortes narrativos y crea una atmósfera idónea para que cada lector teja en su propio tapiz las historias de los protagonistas por medio de páginas acribilladas por la pasión de escribir. Esto es –y no es sólo- “Los ingrávidos”, la primera novela de Valeria Luiselli, publicada por Sexto Piso en España y México.

La primera voz, la femenina, escribe una novela silenciosa, para “no despertar a los niños”, incluso a veces pugna con su bebé para dar rienda suelta a la escritura, pero suele acabar cediendo al candor y a la ternura. Amor de madre narradora. La segunda voz, la de Gilberto Owen, es la voz de un personaje hundido por el peso de su fracaso, que hace equilibrios ante el barranco de la infelicidad. Owen se dirige ciego al abismo por cuyo borde camina como un visionario que sabe de antemano la hora de su defunción. Tal vez su pseudónimo literario sea Pedro Páramo, aunque Owen apenas escribe, pero viaja en metro, como un fantasma.

Para Cesare Pavese, “escribir es poner en las palabras toda la vida que se respira en este mundo”. Luiselli pone palabras, respiración y mundo, pero también pone aire y piernas grises “como si el aire y unas piernas grises que caminan por las calles fueran material literario”. Luiselli encadena y une las frases trascendentes para el devenir de los personajes con las intrascendentes relativas a la cotidianeidad, de manera que las segundas se convierten por momentos en las primeras, y estas parecen ser como las segundas, palabras que significan lo usual del día a día y que parecen irrelevantes a ojos del lector pero no tanto para los personajes que las hacen suyas.

La recurrencia a Gilberto Owen se torna insistente hasta el punto de que su rostro surge y se esfuma al mismo tiempo entre la muchedumbre del metro, su nombre protagoniza una mentira e incluso pulula por las páginas de un libro que no ha escrito él. Las notas relativas a Owen, que se desprenden de la pared y en las que trabajaba la narradora en su época de editora, caen en las hojas del libro de Luiselli, de forma que ya forman parte indisoluble de él, como un árbol.

“Entre en el edificio, saludé al portero, subí a mi casa y me lavé los dientes. O tal vez no me lavé los dientes”. La duda no indica una rebelión de los personajes contra la autora, sino una rebelión de la autora contra las fronteras de la narración, de lo que es y no es sólo ficción, contra los confines del pasado y los límites del presente, contra la línea horizonte de sus personajes.

Vasos comunicantes. La narradora parece el Doctor Pasavento y su admirado Gilberto Owen se asemeja a Robert Walser. Lástima que Luiselli no sea Vila-Matas, ni tampoco Paul Auster. Quizá no quiera serlo. Pero lo que sí es Luiselli es la sucesora de Alfonso Reyes y Sergio Pitol. al menos según Vila-Matas.


El marido le pregunta a la narradora “cuánto hay de ficción […], cuánto de verdad” en la novela que está escribiendo, que él lee a hurtadillas todos los días. Lo mismo se pregunta el lector, al que nadie le puede responder, ni siquiera Gilberto Owen.

En ocasiones creo que no estoy leyendo una novela, sino una sucesión de relatos más o menos breves y anodinos: “Regañé al niño mediano porque escondió a la bebé en un cajón del refrigerador”. O este otro: “Salgo de la cama sólo para hacerles de comer a los niños. Me miro las piernas, parecen dos trompas de elefante”. Vidas ingrávidas, lenguaje ingrávido.

La narradora rememora su crisis personal del pasado al tiempo que nos hace conocedores de su crisis del presente. Adiós a su trabajo en la editorial, a los fantasmas que transitan por calles sin planos fiables. Es el fluir de la conciencia mediante un discurso fragmentario y aglomerado.

Filadelfia marca el devenir de las dos voces, porque es una crepuscular tela de araña para ecos de personas. Allí Owen personaliza la sugerente descripción de la desdicha, mientras permanece en el margen, en el rincón, en el lindero, y sigue inventado su propia vida.

Incapaz de habitar su espacio y vida propios, la narradora crea una vida distinta con una línea Plimsoll baja. Owen, en su ceguera, también imagina una vida que cuenta con la compañía de Ezra Pound y William Carlos Williams. Tres gatos sin cola.

En la página 40 se han colado dos erratas. Qué torpeza. Hasta el niño mediano, el hijo de la voz femenina, se habría dado cuenta si no estuviera tan pendiente de las cucarachas de Madagascar. ¿Será la metaliteratura?

Cerca del final de la novela, Homer y Owen platican de manera airada. El segundo le explica al primero que “se trata de congelar el tiempo sin detener el movimiento de las cosas, un poco como cuando uno va subido en el tren, viendo por la ventana”. Esa es su argumentación de aquello que hace un novelista cuando escribe. Y Luiselli, con acierto, se lo ha tomado al pie de la letra.
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