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Crítica de Inquilinas_Netherfield


Inquilinas_Netherfield
16 December 2017
Es una verdad universalmente reconocida que quien acuda a los clásicos, encontrará en ellos temáticas, historias, géneros, que muchos lectores creerán que son modernos en su creación o que se han inventado, como quien dice, hace cuatro días... pero que no. Todos los temas que en algún momento han preocupado al ser humano, que subyacen a la propia humanidad y su historia, están plasmados en los clásicos. Todo (o casi todo, por si alguien me dice que exagero) en la literatura se inventó hace muchos, muchos años. ¿Amor por los clásicos? A toneladas, a raudales, desde el fondo de mi alma lectora. Porque nunca, nunca, dejan de sorprenderme. Más que muchas novelas contemporáneas que tratan los mismos temas, porque la verdadera originalidad está en los libros y autores de hace 100, 150 o 200 años. Ellos fueron los pioneros, los que crearon mundos de la nada sin referente alguno, y suyo es el mérito de la existencia de determinados géneros.

Y eso ocurre con La peste escarlata. Aunque bebe del concepto que plantea Poe en La máscara de la muerte roja (de hecho London hace un guiño a esta obra al principio de la historia), muchos de los aficionados al género apocalíptico y post-apocalíptico contemporáneo, a las historias sobre virus o enfermedades que aniquilan a casi toda la humanidad de la faz de la tierra... se sorprenderían si leyesen lo que escribió Jack London hace más de cien años. Todo, todo lo que hemos visto en otras obras mucho más modernas, estaba ya en La peste escarlata, porque fue con esta novela con la que comenzó este género, y todos los subgéneros que han nacido desde entonces maman de lo que se cuenta en ella. Ahí es nada.

Al comienzo acompañamos a un viejo y a un niño. van camino de reunirse con otros dos niños más que les esperan en la playa. Visten con andrajosas pieles de animales de una sola pieza. Llevan arcos, flechas y cuchillos de caza. Caminan sobre el riel de una vía que ha sido prácticamente devorado por la maleza y la naturaleza en sí misma. Se cruzan con un oso enorme.


—Era de los grandes, abuelo.
—[...] Entonces no había osos. No, señor. Escaseaban tanto que para verlos, en jaulas, había que pagar dinero.
—¿Qué es dinero, abuelo?

Estamos en San Francisco. Corre el año 2073. Sesenta años atrás, en 2013, surgió de la nada la Muerte Escarlata, una pandemia que arrebataba la vida en menos de una hora. Algunos ni siquiera duraban quince minutos. La población de la ciudad por aquel entonces era de cuatro millones de personas. Sobrevivieron solo cuarenta. Una de ellas, la única que queda con vida, es nuestro anciano protagonista, joven profesor de literatura inglesa cuando surgió la epidemia. Calcula que solo hay unos 300 o 400 humanos dispersos por el mundo. No sabe si estarán distribuidos en tribus, como lo están ellos en su pequeña comunidad. Han sido incapaces de crear una sociedad avanzada, de crear artilugios que les permitan intentar comunicarse con otras regiones o partes del mundo. Las personas con los conocimientos para hacerlo, murieron. La enfermedad no hizo distinciones ni ofreció justicia divina. Cayeron buenas personas y muchas malas sobrevivieron. Además hay muchos hombres y pocas mujeres. Han vuelto a una edad primitiva cuya única misión es la supervivencia y la reproducción para, dentro de miles de años, poder llegar a repoblar la Tierra. Hay que empezar desde cero.

Este anciano fue testigo de la caída de la civilización, paso a paso, desde que comenzaron los primeros casos hasta el caos posterior, el vandalismo, los asesinatos, la ciudad en llamas, la crueldad de los que luchaban por sus vidas, las decisiones extremas pensando solo en la salvación personal, la desconexión progresiva con el exterior... la parada, casi como la de un corazón que deja de latir, de la sociedad humana. Y de repente el silencio. Solo unas pocas decenas de personas, la naturaleza y los animales.

Con una prosa sencilla, sin artificios ni florituras, transmitiendo lo que quiere transmitir (no parece haber sido escrita hace más de cien años), la perspectiva que London ofrece sobre la civilización es turbadora, pesimista y quizás más realista de lo que nos gustaría creer. La vulnerabilidad de las bases sobre las que se asientan nuestra misma existencia, alarmante. Una vez que el mundo desaparece tal y como lo conocemos, las generaciones futuras, que no disponen de todo ese conocimiento, vuelven a un estado de tabula rasa: embrutecidas, ignorantes, supersticiosas, ni siquiera el idioma permanece inalterado, evolucionando hacia algo gutural, sin adjetivos, básico y corrupto. Todo lo que hoy damos por sentado, deja de existir.

¿Qué son millones? [...] ¿Qué es educación? [...] ¿Qué es una dama? [...] Abuelo, no uses palabras raras. [...] Abuelo, no entiendo nada de lo que dices.

El viejo llora recordando lo que una vez fue y probablemente jamás volverá a ser. Intenta transmitirles a estos niños la existencia de un mundo que ellos jamás podrán entender, porque su imaginación, su aprendizaje, su inteligencia, no alcanza a evocar las imágenes que él les ofrece. Para ellos es una historieta del abuelo de la que no entienden la mitad de los conceptos o las palabras. Pero a nosotros, que sí lo conocemos, verlo desaparecer ante nuestros ojos en estas páginas, el modo en que lo hace, el modo en que todo revierte... no deja de parecernos posible. Porque ciertamente no parece un futuro tan improbable en caso de sobrevenir una pandemia como esta.

London hizo un trabajo magnífico, y muy adelantado a su tiempo, sembrando el germen de "¿Y si...?". Pensad qué pasaría si muriese el 99% de la población mundial, y con ella todos los recursos, posibilidades y conocimientos que sustentan nuestro día a día. Libros que, una o dos generaciones después, nadie sabría ni podría leer. Si en vuestra ciudad sobreviviesen solo 20 o 30 personas. Y además escribió una novela atemporal, en la que lo mismo da que la catástrofe ocurriese en el año en que fue escrito que cuando el autor la ambienta. El miedo es el mismo, te hace preguntarte las mismas cuestiones, e incluso en nuestra época sería aún peor porque dependemos en grado extremo de la tecnología.

Mención aparte merece la edición de Libros del Zorro Rojo. Si no estoy equivocada, esta misma edición salió en 2012 en tapa dura con sobrecubierta. La que yo compré es la nueva en rústica con solapas, pero la portada y el interior de la edición son los mismos. Y vamos, de verdad, una maravilla. Las ilustraciones de Luis Scafati, originales para esta edición, le sientan como un guante a la historia, y la portada me tiene enamorada (sí, creepy, lo sé). Lo he dicho muchas veces: si además de una buena historia me dan una buena edición, yo estoy vendida. Me encanta que las editoriales se esfuercen en ofrecerle al lector ediciones curradas tanto en continente como en contenido.

En fin, como veis, en literatura todo está ya, de un modo u otro, escrito e inventado. Hace cien años Jack London escribió una novela post-apocalíptica que hemos visto infinidad de veces en el cine, la televisión y la literatura contemporánea, y en libros que hoy son considerados clásicos modernos pero cuya influencia, después de leer La peste escarlata, ya no me cabe duda de cuál es. Merece mucho, muchísimo, la pena, y en esta edición, más todavía.
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