El tiempo fluye siempre igual que el río, melancólico y equívoco al principio, precipitándose a sí mismo a medida que los años van pasando. Como el río, se va enredando entre las ovas tiernas y el musgo de la infancia. Como él se despeña por los desfiladeros y los saltos que marcan el inicio de su aceleración. Hasta los veinte o treinta años uno cree que el tiempo es un río infinito, una sustancia extraña que se alimenta de si misma y nunca se consume. Pero llega un momento que el hombre descubre la traición de los años. Llega siempre un momento en el que, de repente, la juventud se acaba y el tiempo se deshiela como un montón de nieve atravesado por un rayo. A partir de ese instante ya nada vuelve a ser igual que antes. A partir de ese instante, los días y los años empiezan a acortarse y el tiempo se convierte en un vapor efímero...