La pasión según G. H.

Hay lecturas que durante su desarrollo te van dando pequeñas pistas sobre la relación que se va formando entre el lector y la obra. Y una de las señales que debí tomar en serio es aquella que me mostró que un libro de apenas ciento sesenta páginas me haya durado más de un mes a medio leer.

La que muchos llaman la obra cumbre de Clarice Lispector es para mí un libro-pantano, un libro-palabra, un libro-torrente donde todo lo que se va diciendo suena a lo mismo, como el fluir del agua, pese a que cada palabra y cada gota sean distintas.

En un principio sí que hay una historia, una protagonista a la que un simple hecho cotidiano le lleva a derramar todo el caudal de reflexiones que ocupa (y devora) a partir de ese momento la narración.

Hay una continua despersonalización, una ansiedad por el silencio y la forma de las cosas. Una obsesión por lo neutro. Una amalgama de reflexiones que no siempre son accesibles para quien las lee. Pese a que hay algunos párrafos sublimes, pequeños destellos de genialidad, la mayoría de lo que se intenta expresar se pierde por el laberinto del lenguaje. En vez de causar curiosidad, lo que produce es tedio por no poder acceder a la semilla de la palabra.

No sé si yo no he entendido el libro o es que directamente no era el momento para enfrentarme a él. Porque verdaderamente ha sido una lucha avanzar por sus páginas y de ahí mi tristeza. Tenía muchas esperanzas puestas en él porque el anterior que leí de la autora, aunque conserva bastante de ese estilo enrevesado y filosófico, sí que me convenció en su momento. Quizá esperaba de este libro una novela y no un estallido metafísico.

Es curioso porque normalmente me encantan las lecturas que roen intensamente el pensamiento, pero sobre todo me gusta que ese pensamiento incorporado haga vibrar alguna de las estructuras rígidas del propio pensar. Para mí la palabra leída es un terremoto que sacude a la palabra pensada. Y, en esta ocasión, esa vibración ha causado más pérdidas que ganancias.



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