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Empezó muy bien. La invitación de mudarse a Berlín por unos días me resultó muy atractiva y la forma de la protagonista de aplacar sus miedos a través de sus paseos por la naturaleza contagiosa. Pero, porque hay un pero, la forma de enredarse al final lo deslució un poco todo. El instante empieza muy bien, con un viaje que lleva a la protagonista -la propia autora- desde las Islas Orcadas a Berlín, a una ciudad en la que poco a poco encuentra su hueco. Y también el amor, esencial para alguien que como ella se siente incompleta sin una pareja. Puedes sentir su desesperación y angustia por buscar y no encontrar. Y es quizá una de las características de este libro que más me ha gustado, la capacidad de Amy Liptrot para transmitir esa desazón. Una desazón e inquietud que parece compensar con su observación de la naturaleza. Querréis saber todo sobre los azores y probablemente también sobre los mapaches cuando lo leáis. Querréis conocer a Ernst Hackel y escaparos de noche a Tempelhofer Feld. Querréis darle valor a esa forma de ver una ciudad que, sin embargo, para ella parece convertirse también en una obsesión. Y es que sobre obsesiones y adicciones, diría yo, va la cosa. Sobre aquello de los que intentamos huir o que intentamos cambiar y que parece perseguimos si no de la misma manera, mutando para no ser reconocido. Algo así le ocurre a la protagonista al final de esta historia, un final que se estira demasiado, que se hace largo, que resulta forzado, que te deja un sabor agridulce. Como me ha gustado volver al barrio de Kreuzberg. Como cambia una historia cuando reconoces los lugares en los que trascurre, que cercana y personal parece volverse. Que pena que el último tercio no haya resultado ser como los dos primeros. Deseaba otro final, uno en el que su protagonista lograra reinventarse y empezar de cero. Y al no encontrarlo he sentido cierta decepción. Una decepción que aunque no debiera influir en mi crítica, porque responde únicamente a mis expectativas, ya lo ha hecho. + Leer más |