Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con con todo lo que había sido.
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Bajo las costillas, su corazón, resentido, macerado y dolorido, era una monstruosa zona de compasión enemistada con con todo lo que había sido.
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Le acercó una taza y se sentaron en silencio. Él la contemplaba con curiosidad. Había algo en ella que disparaba su imaginación. Allí sentada había una pequeña figura indómita, que lo observaba todo con sus ojos cansados y tristes, bajo las ruinas de su hogar, como una especie de niña extraviada.
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No podía entenderse a sí misma, y no tardó en decidir acostarse para perderse en el sueño. Soñó con un camión que había matado a su madre. Soñó también con una enorme máquina negra que movía, implacable, sus grandes brazos hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás, de un modo que a Rosie le resultaba amenazador.
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No, no, se dijo ella, al imaginar tanta actividad. Era mejor la inerte tristeza. Y de pronto, la infelicidad se apoderó de ella, la tomó por el cuello, y retrocedió quince años atrás, a otro país.
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-La vida es dura para todos- le dije -, siempre hay un motivo.
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-Camarada, las fuerzas de la corrupción capitalista ejercen más presión sobre los intelectuales como tú, que sobre otro tipo de dirigente del partido. No es culpa tuya. Pero tienes que estar en guardia.
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Hasta entonces no la había conocido de verdad. La encantadora niña pequeña se había desvanecido y en su lugar vio a una mujer joven, recelosa y curtida por derrotas u fracasos que él nunca se había detenido a valorar. Se dio cuenta de que la tristeza que se escondía tras aquellos ojos negros no era en absoluto impersonal. Se dio cuenta del primer brillo gris en sus cabellos lisos, se dio cuenta de que la amplia curva de su mejilla era la flacidez de la mediana edad. Se horrorizó de su propio egoísmo. Ahora, pensó, podría conocerla realmente y, como respuesta, ella empezaría a amarla.
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El piso estaba insoportablemente vacío, y volvió a salir y paseó por el canal durante horas para cansarse un poco, y debía de soplar un viento más frío de lo que le pareció, pues al día siguiente se despertó con un inconfundible dolor en el pecho que nada tenía que ver con su corazón roto.
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Porque mientras estaba ahí, sentado, su corazón de viejo verde le decía que las palabras perfectas, el tono adecuado, tenían que existir, y que sólo debía encontrarlas. Pero cualquier cosa que decía ponía al descubierto esa voz de viejo perro sin esperanza.
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George comprendió entonces que tener el corazón roto significaba que una persona podía arrastrar el corazón hecho pedazos día y noche, en su caso durante meses.
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¿Quién escribió «Agnes Grey»?