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Crítica de olegariohernandez


olegariohernandez
20 April 2020
Nada tiene que ver el dolor con el dolor

Durante la lectura de esta monumental obra de Philippe Lançon el lector se sorprenderá mil veces, especialmente respecto de las expectativas que tenga de un libro dedicado al atentado de enero de 2015 a las oficinas de Charlie Hebdo, escrito por uno de sus pocos supervivientes. El autor aborda la tarea autobiográficamente, excluyendo de su narración cualquier compromiso moral o ideológico, y dejando de lado sentimientos de revancha, venganza o de saldo de cuentas pendientes con los asesinos. Lo anterior es inimaginable cuando se conocen los detalles. Lançon comparte su experiencia durante la masacre sin caer en sentimentalismos y es exitoso al evitar cualquier forma de autocompasión, con un lenguaje elegante, centrado en los sustantivos, lo cual impone una distancia emocional útil para evitar el derrumbe. Sin embargo, a pesar de todo, no nos ahorra la descripción del horror ni tiene escrúpulos para acercarnos a una realidad a la cual, sin su compromiso, no tendríamos acceso. En el pasado ha trabajado como periodista de guerra o reportero desde las zonas devastadas que se encuentran en los márgenes de Occidente. Eso le agenció una perspectiva integral sobre las causas y complejidades de los conflictos, y enquistó en él una actitud básica de respeto y prudencia a la hora de juzgar las dinámicas sociales e históricas que pudieran haber derivado en la acción de los hermanos Kouachi, autores de este acto inefable, y le permitió convivir con la irracionalidad. No obstante, esta comprensión activa no es una forma de relativismo moral. Lançon es un narrador valiente al abrirnos camino hacia la realidad de la escena del atentado: ahí están los cuerpos inertes o mutilados, la sangre por todas partes, y el silencio que dejan detrás suyo las botas negras después de la matanza, dejando para siempre en el autor la sensación de que podrían reaparecer con esa u otra forma. Mientras yace junto a los demás ocurre el lento desprendimiento de consciencia, como lo llama él, que desemboca en la lenta constatación, a través de la mirada de los demás y de un súbito reflejo en una pantalla, de que las balas le han volado el maxilar inferior y lo han desfigurado para siempre. Queremos saber más del atentado, nos gusta la velocidad con la que se despliegan esos minutos fatales, nos gustaría profundizar en el ambiente que reinaba en Charlie solo cinco minutos antes de que los asesinos entraran disparando, cuando los dibujantes, escritores y personal administrativo de la revista concluían una de sus reuniones, al máximo creativas, con el propósito de mantener vivo el faro de la libertad de expresión en Francia, en Europa. Debatían sobre el próximo número, que habría de contar con un artículo sobre Sumisión de Michel Houellebecq, novela que había sido publicada esa misma semana, y que incluso a ellos polarizaba y provocaba.
Pero el libro no es un relato sobre el atentado, ese es solo el comienzo, el gatillo para una obra cuya profundidad y alcance se devela después que el sobreviviente ingresa por primera vez a Urgencias del hospital parisino La Salpêtrière. La historia deviene en una delicada y humana crónica sobre la recuperación, en un soberbio relato sobre el paso desde el infierno al purgatorio, de la deformación de vivencia del tiempo, igual que pasa con Hans Castorp en La Montaña Mágica. Es una transformación subjetiva, conducida por los integrantes de los incontables equipos médicos y de salud, por los policías que protegen su seguridad, por los colegas de Charlie Hebdo y Libération, por los familiares y amigos y, muy especialmente, por su interacción con el arte: la música de Bach, el Jazz, les lecturas escogidas de la propia Montaña Mágica, de las Cartas a Milena y, una y otra vez, la escena de la muerte de la abuela de En Busca del Tiempo Perdido. El arte puede salvar, se transforma en amuleto cuya energía refleja diálogos silenciosos con Thomas Mann, Kafka y Proust, y otros poetas significativos en su vida (emotiva es la aparición de Jorge Edwards), a los que revisita y cuestiona a medida que se hunde en el dolor y aprende a salir de él. le brindan una pequeña gota de optimismo antes de cada nueva entrada en el quirófano, de las estancias en la sala de reanimación, en las interminables e insufribles noches que transcurren entre vendas babeadas, cables, sondas y aparatos sacados de la ciencia ficción, con un fondo de escaras y escozores ardientes, y dolores intraducibles que demarcan la diferencia entre sentirse vivo y estar del otro lado, en un tiempo interrumpido. Philippe Lançon se adueña de su vuelta a la vida, respiro a respiro, asume con disciplina estoica las órdenes de sus cirujanos (el rol de la médica jefa es notable), y entrega a los equipos de enfermeras, fisioterapeutas, psicólogos, y a la compañía de otros pacientes, que a su vez muestran su propia grandeza, todos ellos le revelan que, detrás de la reconstrucción física y mental del encomiable Philipp Lançon, de la transformación de su colgajo en un rostro, está la esperanza de todos y todas de expiar la violencia de la que se sienten a ratos cómplices.

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