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“Y a mí llegaban en oleadas, primero, ingenuos recuerdos, sueños, luchas, tristezas, desesperación, una crispación impotente de la vida y un anegarse en la nada. Mi propia muerte, el sentimiento de mi desaparición total hecha belleza, angustiosa armonía sin luz”. En Nada hay dos mundos que acaban chocando: por un lado, el hogar familiar al que Andrea, la protagonista, se traslada y, por otro lado, todo lo ajeno a dicho hogar: la Barcelona que se extiende ante los ojos de Andrea, la vida universitaria, sus amigos, etc. A medida que avanzaba la novela me acordaba de la poesía de Luis Cernuda, no sé por qué. Tal vez fuese porque entre la realidad y el deseo es donde orbita la vida de la protagonista. En plena posguerra, Laforet retrata la hambruna, la miseria, la incertidumbre, el dolor, la incomprensión (realidad) frente a la mayoría de edad de Andrea, la independencia que ansía, la libertad, el cambio (deseo). La destreza está en cómo Laforet recrea esos ambientes opresivos y tensos con un estilo fresco y una narración precisa y tajante, en ocasiones poética, que genera cierta incomodidad en la lectura. Nada, como su propio nombre indica, es un fiel reflejo de la violencia de género en plena época franquista, cuando la censura acechaba y estaba a la orden del día. Es también un dedo que señala y nombra el silencio que oprime por partida doble a las víctimas. Porque nadie dice nada. No me perdono no haber leído antes a Carmen Laforet. Así que no hagáis lo mismo que yo y disfrutad de esta maravillosa obra, que recibió el premio Nadal en su primera edición (1944), cuando Carmen solo tenía 23 años, lo que hace replantearme qué estoy haciendo yo con mi vida. |
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