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Crítica de richmarcelo


richmarcelo
10 November 2019
I

Siempre están presentes en nuestra vida aquellos amigos que nos recomiendan buenos autores, incluso casi obligándonos a leerlos -en el mejor sentido de la palabra-, pues quieren que apreciemos y sintamos todo aquel cúmulo de sensaciones y placeres literarios que ellos experimentaron, a su vez, al sumergirse en los libros elegidos. Varias personas no me creían cuando afirmaba nunca haber leído las obras más famosas y recomendables de Franz Kafka, salvo el relato corto ‘Un artista del hambre'; pues bien, gracias a uno de estos entrañables amigos, yo diría con mayor precisión y sin empacho, gracias a Daniela Rizzo (experta en literatura y clubes de lectura, pueden dar con ella en su blog: www.loinquieto.net) es que fui a caer en las manos de uno de esos titanes literarios que nacen cada siglo cuando se logran alinear los astros. La puerta elegida para introducirme en el universo kafkiano fue la novela inconclusa El proceso y como suelen cerrar algunos filmes, parafraseo: desde ese día todo lo demás es historia.

Sepan que ninguna apreciación hacia Kafka y su obra es exagerada, K. nunca pasará de moda y seguirá siendo querido y alabado, merece estar en los mejores cánones y aún no logro explicarme cómo un cerebro humano -o acaso dos- pudo o pudieron maquinar semejante bestiario en el que cada monstruo -cada obra literaria- nos mastica con sus fauces impregnadas de un existencialismo fuera de lo común y nos devuelve despedazados y en orfandad de condiciones. Inclusive, para autores de la talla de Borges, este escritor “judío de Praga” ya existió -como voz y hábitos- en la obra de otros sin siquiera haber nacido, quizás solo anunciado como una profecía de lo que vendrá: hay un Kafka en la antigua paradoja de Zenón contra el movimiento, siendo la forma del problema la de El castillo, en tanto que el móvil, la flecha y Aquiles los primeros personajes kafkianos. Existe una afinidad del tono de Kafka con una fábula de Han Yu, prosista del siglo IX; otra con el padre del existencialismo, el danés Kierkegaard. Se lo puede rastrear también en las obras Histoires désobligeantes de León Bloy y Carcassone de Lord Dunsany, o en aquellas en las que abunden “parábolas religiosas de tema contemporáneo y burgués”.

Sigo de la mano del maestro argentino. En su libro Prólogos con un prólogo de prólogos (Torres Agüero Editor, 1973), en el apartado que reproduce su famoso prólogo a La metamorfosis (traducción de Jorge Luis Borges, Editorial Losada, 1938), califica a Kafka como enfermizo, hosco; lo considera un menospreciado y tiranizado por su padre; un ser afectado y convaleciente de amor; fanático de las novelas de viaje; obligado a expresarse y escribir en lengua ajena -alemán-; sobreviviente y un cautivo más de la guerra. ¡Qué clase de vida! ¿No? Pues de todo ello y mucho más se nutrieron para crecer sus monstruos -obras-. ¿Pero si los monstruos a punto de ser adultos hubiesen sido asesinados? Cosa que no ocurrió, por fortuna y porque Max Brod, amigo y albacea de Kafka, desoyó una de las últimas voluntades del autor y se negó a destruir tantas páginas inéditas e inconclusas. Gracias por esa transgresión necesaria señor Brod, le estrecho la mano imaginaria y le doy un abrazo imaginario. Para Borges en Kafka obró una “voluntad secreta” pues si quería deshacerse de lo hecho él mismo hubiera arrojado todo a las brasas (tras su muerte hallaron cuatro cuadernos de los que solo quedaban las cubiertas, hubieron testimonios que afirmaron haberlo visto incinerar una papelera). Lo que quería era “desligarse de una responsabilidad” ulterior, porque esa obra inédita aún no lo satisfacía pero debía existir, aún era un germen en potencia de volverse pesadilla y a él se le había agotado la estadía en este mundo. Inclusive, si aceptamos lo interpretado por Borges, en Kafka operaba una necesidad de que sus obras sean inacabadas e interminables para que haya una correspondencia entre los obstáculos que le impedían dar el punto final y los obstáculos que padecen sus “héroes idénticos”.

Según el ensayista ecuatoriano Galo René Pérez, en su escrito ‘Para una explicación de “El Proceso” de Kafka' (Prosa Escogida, 1978), Kafka ni siquiera le concedió a Brod una lectura que le permitiese escoger lo sobresaliente de sus papeles inéditos. René Pérez reproduce una nota de Kafka muy ilustrativa al respecto: “He aquí, mi muy querido Max, mi último ruego: todo lo que pueda encontrarse en lo que dejo tras de mí (es decir, en mi biblioteca, en mi armario, en mi escritorio, en casa, en la oficina o en cualquier lugar que sea), todo lo que dejo en materia de cuadernos, manuscritos, cartas, personales o no, etc., etc..., debe ser quemado sin restricción y sin ser leído, como también todos los escritos o notas míos que poseas; los que posean otros, se los reclamarás...” Si bien su vida estuvo consagrada a la literatura, sentía cierta repulsión por publicar. No conservar los trabajos insatisfactorios, que no llegaban a expresar en algo lo indecible que circulaba en su cabeza y constituía su ser.

Hay que tener en claro que los escritos kafkianos están en alto grado identificados con la vida y desasosiegos del autor (si se quiere recibir de boca misma de K. tales padecimientos e interrelaciones entre vida y obra es necesario seguir las líneas de sus Diarios; que podrían ser considerados como una obra más, una novela-vida a decir de Alejandra Pizarnik, adoradora de Kafka). Todo lo cuenta en sus Diarios: el esfuerzo terrible y agotador que le significaba el acto de escribir, un agotamiento de cuerpo y alma; la fuerte vitalidad opresiva de su padre; su carencia de fuerzas, atado a la soltería; su deseo de seguir en ese estado para no contar con efectos distractores que le priven de su entrega total hacia la literatura; su angustia por la vertiginosa irrupción del mundo exterior, etc. (si se quieren revisar los textos en donde está presente el importante conflicto padre/hijo: ‘El fogonero', que es parte de la novela El desaparecido; La metamorfosis y La condena. En La metamorfosis hay mayor presencia de aquel aislamiento social y familiar; angustia frente al mundo exterior).

II

Se dice que desde finales de julio de 1914 Kafka empezó a trabajar en El proceso. Los ejes tangenciales que atraviesan toda esta novela inconclusa, es decir, los vericuetos de la Ley, el poder y el castigo, los absurdos y la culpabilidad, también están presentes en la nouvelle En la colonia penitenciaria. También se sabe que la historia corta ‘Un médico rural', abocada a su padre y escrita a principios de 1917, iba a formar parte de El proceso. La relación entre el médico y su paciente bien podría ser la de Kafka y su progenitor. Según Franz Werfel, mencionado por Rafael Gutiérrez en su estudio introductorio a La metamorfosis -y algo más- (Círculo de Lectores, 1981), el médico quiere ayudar y se esfuerza en su labor pero las fuerzas le abandonan al igual que el agotado Kafka y sus fibras decrecientes para escribir -desde 1917 sabe que padece tuberculosis y que se va a morir-. Tal es así que en 1920 entrega sus Diarios a Milena Jesenská y le sugiere asistirlo en un intento de suicidio. Más tarde le diría a Brod que eso sí le hubiera ayudado. En 1922 trabaja en El Castillo; ve de lejos la entrada a la verdadera perfección que para él es esquiva, al igual que K. y su imposibilidad de ingresar al castillo -salvo en su lecho de muerte cuando le permiten entrar al pueblo-. La imposibilidad de lo imposible, la perfección en estado puro, un nuómeno, la literatura y la muerte: como el artista del trapecio al que su impulso hacia la perfección lo lleva al destino fatal o como el artista del hambre quien, en su esmero, muere de inanición. Así Kafka al querer perfeccionarse muere por y de literatura. En 1924, casi disuelto en tuberculosis escribe su último relato corto: ‘Josefina la cantora o el pueblo de los ratones'. al igual que en su narración pronto será “redimido de la plaga terrenal”. Erich Heller, también citado por Rafael Gutiérrez, afirma que Kafka “transmite el tormento que padeció en la elaboración de sus narraciones, que a su vez son la exposición de un tormento”, sobre todo en El proceso y El castillo por la atmósfera “deprimente” que describen. Se hace trizas la realidad, uno ingresa al juego, lo acepta y continúa. Ser partícipes de la gran broma, de las más grandes monstruosidades construidas con sutileza. La pasión literaria llevó a Kafka a consumir su vida para satisfacer un delirio para él inalcanzable.

III

Se conoce que Max Brod fue el responsable de conservar, organizar y publicar en 1925 la novela El proceso. Sin título en los manuscritos originales decidió bautizarla de esa manera pues escuchó a Kafka, alguna vez, llamar así a su creación. Brod ordenó los capítulos y colocó en un apéndice final aquellos al parecer no completos ni coordinados. Novela densa y en momentos ultra exigente y extraña. Kafka y Josef K. -el personaje principal- se diluyen página a página. Dura crítica al funesto poder de la justicia ciega, los secretos y los incompetentes administradores.

Un día a K., de treinta años, le arrestan sin que éste sepa lo infringido, nadie nunca le da razón al respecto y el lector nunca conoce el delito cometido. El supuesto culpable puede hacer su vida casi normal, ir a trabajar al Banco, desplazarse con libertad por la ciudad; pero sin la posibilidad de ignorar los interrogatorios, la omnipresencia del Tribunal y la llegada de un juicio futuro. Estos elementos que aparecen de una forma apabullante hacen que el personaje se deje arrastrar al proceso y vaya sintiéndose responsable de cosas que no deberían corresponderle.

El sitio del primer interrogatorio formal se lo percibe como salido de un infierno surreal: una suerte de suburbio, una calle extraña, niños que le quieren robar, una joven que lava ropa y le hace pasar a una habitación llena de gente, otra habitación con el techo demasiado bajo. Josef K. se queja ante el juez de los abusos cometidos en su detención: se comieron su desayuno, quisieron ser sobornados, hicieron que vista su traje más elegante, alteraron la habitación de la mujer que él aprecia -la señorita Bürstner-, trataron de dañar su reputación con la casera y la gente del Banco. Denuncia una conspiración para detener a personas que no son culpables. Lo estrafalario se infiltra en cada capítulo. Cuando no hay sesiones el recinto de interrogatorios se convierte en la vivienda de la mujer lavandera y su esposo, ordenanza del Tribunal. Se da a entender al lector que ella tiene cierta relación concupiscente con el juez de instrucción. Las oficinas del juzgado, toscas y feas, expelen un calor sofocante; la gente del exterior se repugna y padece en los juzgados, y viceversa, porque los funcionarios no toleran el aire libre.

¿De qué defenderse? ¿Cómo actuar? ¿Cómo presentar el alegato de inocencia? A K. le orillan a no tomarse las cosas tan a la ligera y buscar ayuda de gente influyente y bien relacionada. Su tío y antiguo tutor, para no afectar la honra de la familia, lo lleva donde el abogado Huld -enfermo, lento y lleno de excusas- y su anómala criada Leni, que intenta seducir a K. Sin embargo, no se necesita de mucho para que el acusado sienta que su defensa no estaba en buenas manos, así que, sin nada que perder, aprovecha las recomendaciones de un fabricante para visitar al pintor Tintorelli; bien ubicado tras ser el encargado de realizar los retratos en el Tribunal y conocer a los jueces y su proceder. Así llega otra escena pesadillesca-surreal. Un barrio pobre, unas niñas irritantes y traviesas, una niña jorobada, una puerta secreta junto a la cama. El pintor -hombre de confianza del Tribunal- ofrece ayudar a K. y le presenta tres alternativas poco convencionales en un juicio normal: 1. absolución real (improbable y casi inexistente. En la absolución real todos los expedientes se quitan); 2. absolución aparente (Tintorelli se compromete en redactar una declaración de inocencia, garantizándola y presentándola a algunos jueces. K., a su vez, debe acudir a unos cuantos interrogatorios para salir libre, en apariencia, porque basta que un juez encuentre los documentos para que se reactive el proceso); 3. el aplazamiento (mantener el proceso en su primera fase, estar en contacto con el Tribunal, presentarse ante el juez con regularidad y tener buena disposición. El acusado queda tan alejado de la condena como si estuviera en libertad. La desventaja es que el proceso no se detiene y causan incomodidades las pesquisas e interrogatorios). Para no encontrarse con las niñas traviesas K. sale del cuarto de Tintorelli por la puerta secreta y se sorprende -creo que cualquier lector se ve empujado a acompañar esa sorpresa- con las oficinas del Tribunal.

Hastiado de la lentitud y falta de avances K. decide visitar a Huld para despedirlo, no obstante, en este capítulo incompleto -vendría a ser el octavo-, acontecen varias cosas que descolocan. Se da una aparente cercanía entre K. y el comerciante Block -cliente del abogado desde hace 20 años-; ambos se confiesan sus secretos (Block confiesa que tiene más de un abogado y K. confiesa que va a despedir a Huld); el comerciante le revela a K. que en los tribunales suceden cosas que escapan a la razón como adivinar por los labios si una persona será acusada o no; sabemos en este punto que el proceso de K. recién lleva 6 meses; conocemos que Block es inquilino ocasional en la casa del abogado para cuando a Huld le nazca atenderlo; nos enteramos -y esto fusila la dinámica racional del lector- que Leni considera guapos a todos los acusados y que hay una especie de relación proporcional entre culpabilidad y guapura; y se da una pelea entre K. y Block por la humillación de éste ante el abogado, volviéndose perro de Huld para que se le informe lo que había dicho un tercer juez sobre su asunto.

En el penúltimo capítulo se le ordena a K. que vaya a acompañar a la catedral a un cliente italiano, mismo que nunca asoma. En el lugar, y casi de salida, es retenido por el capellán de la prisión quien le informa que su caso no va nada bien; que tenían probada su culpabilidad. El sacerdote también le cuenta la historia del hombre de campo, el ingreso a la ley y el guardián que le prohíbe entrar. En el capítulo final, víspera de su trigésimo primer aniversario, dos hombres pálidos, gordos y con sombreros apresan a K. y lo conducen afuera de la ciudad, a una cantera. Lo hacen recostar y uno de los dos desenfunda un cuchillo de carnicero. Antes de su desenlace fatal, K. no llega a ver a ningún juez ni logra acercarse al Tribunal indicado.

Como se puede apreciar en El proceso, a diferencia de otras novelas que tratan temas relacionados con crímenes, abogados, fiscales, jueces y condenas, no interesa la estructura y consecución del juicio en sí, la descripción del delito, las estrategias de la defensa, las pruebas y requerimientos del fiscal o el dictamen del juez. Lo que interesa es el absurdo creado por el mismo ejercicio de un poder ciego y la cuestión anímica del acusado -maniatado- que se autoengaña con un deseo truncado de enfrentar aquel poder, incluso desafiarlo. No es posible salir bien librado, solo queda dejarse llevar por el procedimiento y sucumbir ante la inutilidad y la injusticia. No se puede hacer nada porque el proceso es absurdo, los mecanismos que se presentan para enfrentarlo son absurdos y para colmo el desenlace es aún más absurdo.
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