No me desperté un día y decidí querer a Sean Addison. Me desperté un día y me di cuenta de que no recordaba un momento en que no lo había querido. Hasta una noche, en la que, a una velocidad mareante, dejé de hacerlo.
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No me desperté un día y decidí querer a Sean Addison. Me desperté un día y me di cuenta de que no recordaba un momento en que no lo había querido. Hasta una noche, en la que, a una velocidad mareante, dejé de hacerlo.
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Aferrándome a algunas cosas como si se trataran de oxigeno y apartando otras que intentaba fingir que no existían.
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¿Puedes sentir la decepción por la pérdida de algo que sólo ha empezado a titilar con la promesa de un principio?
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El odio era un sentimiento feo e infeccioso, se metía muy dentro de ti y te consumía. Mi odio no había empezado así. Había empezado con la forma de un cubito de hielo atascado en mi garganta [...]. Después se derritió y el frío penetró en mi interior, aturdiéndome.
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Cinco meses tendrían que haber bastado para acostumbrarme al silencio, para experimentar lo que tantos años había deseado. Ahora era mío. Un silencio tan cruel que se retorcía bajo mi piel.
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Volvió a pegarse a la ventanilla y entrecerró los ojos. —Un momento, ¿cuántos años tienes? Me había quitado el mono antes de salir en dirección al Sonic, así que llevaba unos vaqueros cortos y una de las camisetas del taller. No me sentía muy sofisticada. —Casi diecisiete —Quedaban menos de cuatro meses para mi cumpleaños. La mirada de Daniel se transformó en una mueca. —¿Cuántos años tienes tú? Sentí cada uno de los noventa y un centímetros que nos separaban cuando respondió: —Diecisiete no. |
Sonreí, pero el vecino no. —¿Qué pasa? ¿Es que eres la única chica de esta ciudad? —Juntó las cejas oscuras—. ¿Trabajas aquí de verdad o este es algún jueguecito para acosarme? Toda la sangre se me acumuló en la cara y se me desencajó la mandíbula. Una letanía de palabras profanas en las combinaciones más ofensivas posibles que mi cerebro cortocircuitado podía pensar acudieron a la punta de mi lengua. Solo por respeto a mi padre y a su taller me abstuve de librarlas. —Qué bien volverte a ver. Soy Jill y este es el taller de mi padre. Yo fui quien te dejó el vale en el coche para que no acabaras abrazado a una farola cuando te quedaras sin frenos, pero, sí, lo hice más bien para acosarte. —Podría haber soltado una palabra no apta para clientes después de eso. No respondió. Nada. Negué con la cabeza y me incliné sobre el mostrador para coger el vale que sostenía, pero él lo apartó. Apoyé las dos manos en el mostrador. —Verás, tengo a más personas a las que acosar hoy. |
Manolito ...