Encendí el ordenador y luché contra la tentación de conectarme a Internet. Eso tendría que esperar. Ni siquiera me permití mirar los correos, la experiencia me decía que acabaría pinchando algún link o navegando de un lado a otro en lugar de ponerme a trabajar. De todas formas sabía que ella no me había escrito. Aún sentía algo en mi interior, una especie de tristeza encallecida. Me había acostumbrado a ignorar ese pesar cada día, cada noche. No servía de nada mantener la esperanza, prolongar los sueños. Durante muchas mañanas lo primero que había hecho al encender el PC era mirar los emails para ver si había algún correo suyo. Ya no encontraba ninguno. Luego, el resto del día, sólo era un deambular sin sentido.