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Crítica de Yani


Yani
11 October 2018
Confieso que esperaba más de esta distopía porque tiene un comienzo excelente. A pesar de ello, me gustó más que The Time Must Have a Stop, una novela del mismo autor que leí este año y que probablemente mencione mucho durante la reseña. Les puse la misma calificación casi por los mismos motivos, así que no pude evitar compararlas. Pero esto es fundamentalmente sobre Un mundo feliz y hablaré más de este, como corresponde. A grandes rasgos que ampliaré después, la novela me pareció que tiene lo justo y lo necesario para ser considerada como una lectura imprescindible que “predice” nuestro presente pero que, en algún momento, se deforma y pierde fuerza hacia el final. No sentí el golpe de efecto y hasta creí que no podría haber terminado de otra forma, en cuanto al destino de X personaje.

Los primeros capítulos nos introducen a un mundo que mide el tiempo a partir de Henry Ford, está dividido en castas cuyos miembros tienen la función en la sociedad predeterminada desde la concepción (en un frasco) y es visiblemente ateo. No hay enfermedades, no hay preocupaciones y ni siquiera se teme a la muerte. Entre esta gente hay un individuo llamado Bernard Marx que se cuestiona el orden existente (hasta donde le conviene) y será el puntapié inicial de un interesante y bizarro cambio de rumbo.

No hay mucho secreto en las distopías: siempre hay alguien que trata de revolucionar a la sociedad dormida. En este caso las personas están dominadas por el “soma”, una píldora que las relaja y las vuelve felices. El secreto del éxito de esta novela está en que el mundo que describe es peligrosamente parecido al nuestro, en donde se desecha lo viejo para adquirir lo nuevo (el nuevo IPhone, la última tablet, el último libro, el último juego) y permanecer en estado de pasividad total. Lo que estoy diciendo no es ninguna novedad, si se permite el chiste. El consumo y la dependencia de una droga para sentirse medianamente con energía en medio de situaciones adversas son característicos de este mundo feliz. En el de Huxley, todo se arregla con “soma” y difícilmente una persona muestre la insatisfacción que le provoca el trabajo. Ni siquiera lo hacen los Épsilon, que están diseñados para hacer las tareas pesadas. Y luego está, por supuesto, lo efímero de las relaciones sentimentales, que aquí son fundamentalmente sexuales. Los hombres y las mujeres tienen amantes, no parejas estables.

Así que no puedo criticar que sea considerada como una novela que reflejó el futuro. Está bastante acertado. Lo que me pareció casi inadmisible es el giro que da en la mitad para poner en contraste la civilización con la barbarie, ese binomio tan delicado como mentiroso. No cuestiono que Huxley lo haya hecho, sino la forma en que lo hizo. Introdujo bruscamente personajes que luego toman el protagonismo como si el lector los conociera desde el inicio y vuelve el libro un poco más oscuro, más allá de todas las bromas y de la ironía que hay en la totalidad de la novela (eso me gustó). La barbarie empieza a socavar esas conciencias porque despierta curiosidad. Después de reflexionarlo me di cuenta de que el viraje impactante (no en el buen sentido) lo usó también en “The Time…” y no tuvo mi mejor opinión.

Algo que no pude obviar es la construcción de personajes para llevar adelante esta historia. Bernard Marx, Helmholtz Watson, el director, Henry Foster, Lenina y otros más son personajes recurrentes que suelen hacer escuchar su voz, a veces intercaladas (reforzando el sentido de la comunidad falsa, el “cada uno pertenece a todos los demás”) y otras veces con un toque individualista, sobre todo para las reflexiones. Bernard Marx, como ya comenté, es quien no comparte algunas premisas de la sociedad (no le gusta que a Lenina la vean como un pedazo de carne, por ejemplo, ya que en ese mundo las personas son sólo eso). No remueve demasiado las cosas, pero hace lo suficiente. Es un personaje extraño, difícilmente querible después de la mitad del libro, y consigue interesar a duras penas. Su amigo, el Ingeniero de Emociones, llega un poco más con su sensibilidad literaria (a pesar de que no conozca a Shakespeare) y me hubiese gustado que tenga más participación en el libro. Luego está Lenina, único personaje femenino medianamente importante en la trama y un desperdicio, al igual que las mujeres de “The Time…”. Sostengo que sus diálogos son deliberadamente cortos, repetitivos y superficiales y funciona como la observadora más pura del grupo: es la ciudadana perfecta, la que cumple con el adoctrinamiento a rajatabla.

La parte final es un entrecruce de discursos sobre el Arte y la Verdad que explican filosóficamente qué sucede en esa sociedad tan infantil que toma todo a la ligera. Me hubiera gustado que eso se extendiera a toda la novela y no quedara reservada para un momento cúlmine. El inicio, por el contrario, es perfecto y los términos científicos no son tan pesados como se supone que siempre son para el lector que no está en el tema. Se dan las pautas técnicas de ese mundo y se construye hasta el capítulo de la debacle del texto. Y ahí empieza a llenarse de episodios innecesarios y poco interesantes.

Queda decir que hay un buen trabajo en el contraste de las sociedades, ya que terminé pensando que se pueden rescatar cosas positivas de las dos. Creo que actualmente estamos balanceándonos entre el legado de Ford y la Reserva, viendo para qué lado caemos definitivamente. Pero mientras se está en la cuerda, se puede aprovechar el tiempo para leer Un mundo feliz.
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