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Crítica de Inquilinas_Netherfield


Inquilinas_Netherfield
28 November 2017
La Revolución francesa nació para poner fin al Despotismo Ilustrado y al autoritarismo de la monarquía y la nobleza, y en nombre de esta derogación, en nombre del sufridor pueblo llano y en nombre de los tres famosos principios que desde entonces son símbolo del pueblo francés (libertad, igualdad, fraternidad), comenzaron las ejecuciones y la adopción de la guillotina como método para llevarlas a cabo: un método igual para todos, sin distinción de rangos ni clases sociales. La Revolución no admitía medias tintas. Y se les fue de las manos, se emborracharon de poder. Las autoridades revolucionarias comenzaron a excederse en la aplicación de la pena de muerte. Bajo el enorme filo de la cuchilla no solo murieron aristócratas o la Antonieta y Luis XVI, que es con lo que hoy en día mucha gente se queda, sino que delincuentes comunes, presos y rivales políticos empezaron a caer como fichas de dominó sin sentido alguno. Comenzó el Terror, durante el que murieron ejecutadas casi 17.000 personas. La guillotina pasó de ser un castigo supuestamente ejemplar para garantizar el nuevo sistema a ser una fiesta pública que reunía al pueblo francés en torno a la infernal máquina para ser testigos de cómo arrancaba una vida tras otra. Una celebración. Y empezaron a surgir voces críticas, voces que clamaban contra el despropósito y la barbarie en que se había convertido aquello.

Una vez terminó el Terror, la guillotina siguió usándose en Francia durante casi dos siglos más (puede parecer mentira porque todo esto nos parece muy lejano, pero la última ejecución por este método fue hace solamente 40 años, en 1977). Por este motivo, Victor Hugo, que nació trece años después de la toma de la Bastilla en 1789 y realmente no vivió en primera persona la Revolución y el posterior Terror, sí que vio morir a mucha gente en la plaza de Grève, familiares y amigos entre ellos. La guillotina seguía siendo el método utilizado contra delincuentes y presos. Y Hugo se erigió en abanderado de la causa abolicionista de la pena de muerte, enfrentándose a una costumbre ya muy arraigada en la sociedad francesa.

De todo esto que os comento —que sé que a lo mejor os resulta largo pero que considero necesario plasmar por aquí para que se entienda la finalidad de esta novela— nace Último día de un condenado a muerte, un alegato en contra de la pena capital en el que somos testigos de las últimas horas de un preso que, cinco semanas después de su sentencia, se enfrenta a sus últimos días en esta vida. Y más que eso, es un documento histórico y social de los restos de una Revolución y un Terror que dejaron como herencia para el pueblo francés el gusto por la sangre, el disfrute del espectáculo de ver caer la cuchilla, el amarre a un desprecio por la vida generalizado en una sociedad que perdió bastante la perspectiva.

El relato está narrado en primera persona por el preso. Nuestro condenado no tiene nombre, y vive bajo el reinado de Carlos X. Lo poco que sabemos sobre él tenemos que intuirlo gracias a los detalles y retazos que aquí y allá pululan por su crónica. Sabe latín, escribir y presume de educación refinada, y por ello deducimos que es noble, pero jamás sabemos por qué está en esa situación, qué ha hecho, de qué se le acusa... En estos últimos días antes de pasar por la guillotina le han dado tinta, papel, pluma y una lámpara, y decide plasmar por escrito el sinsentido de la situación en que se encuentra, la deshumanización de quienes le contemplan como el objeto de un mero divertimento, la sed de sangre de la multitud que espera ansiosa su cita en la plaza de Grève... Critica la guillotina, supuestamente adoptada para ejecutar con rapidez y sin dolor (¿Cómo lo saben? ¿Quién lo ha dicho? ¿Alguno de los ejecutados? ¿Alguno de esos sobre los que la cuchilla tuvo que caer varias veces para hacer bien el trabajo?); afirma que lo que duele es el alma y el espíritu mientras se espera ese momento, y que para eso no hay cuchilla que caiga demasiado rápida ni que sea demasiado efectiva ni que atenúe suficientemente el dolor; critica al cura cuyo trabajo es consolar con palabras vacuas y carentes de alma a los condenados a muerte, porque su trabajo es tan rutinario como el de quien va a trabajar todos los días de ocho a tres; reflexiona sobre los que acudirán al teatro de su ejecución, porque muchos de ellos, aunque no lo sepan, acabarán igual que él... entonces no les parecerá tan entretenido el espectáculo.

Hugo jamás desvela el delito de su protagonista y no es algo casual. Tampoco le da nombre porque no quiere poner nombres propios ni personalizar. Da igual el delito, la culpabilidad o la inocencia. Nuestro preso es culpable... o eso nos dice él, porque jamás sabemos su supuesto crimen. Podría ser cualquier cosa: un mero hurto, una causa política... o un asesinato. No lo sabemos. En ningún momento pide clemencia ni se justifica por las acciones que le han llevado a la situación en que se encuentra, sean las que sean. Sabe que debería estar mostrando más arrepentimiento pero sus aflicciones ante el destino inevitable le pueden. Sabe que su acto merece un castigo, pero se rebela contra el hecho de pasar semanas a la espera de ese día y contra la realidad de una guillotina que se había convertido en una fiesta. Se mueve entre su presente y su pasado en un bucle infinito del que es muy consciente. Teme y anhela de igual manera el día en que ruede su cabeza. No quiere morir, pero cuando por fin lo haga terminará la lenta agonía y el suplicio de la espera.

Esta novela, más allá de su calidad literaria, que es indiscutible, y más allá que se esté o no de acuerdo con la postura de Victor Hugo en cuanto a la pena capital, es un excepcional documento histórico, político y social sobre la situación jurídica y penal en Francia después de la Revolución, y de cómo aquella sociedad estaba tan borracha de sangre que no fue capaz de dejar de pedirla una vez terminó la convulsión en Francia. Se habituaron al espectáculo macabro de la guillotina en la plaza, y su desprecio por la vida humana era absoluto. Aquel que clamaba en contra de esta práctica, como Hugo, era vilipendiado y menospreciado, razón por la que la publicación de Último día de un condenado a muerte fue criticada y muy mal recibida, y además realizada bajo seudónimo. Y a raíz de esto viene el broche de oro de esta edición: el prefacio que Hugo escribió en 1832, tres años después de la publicación original de la novela, y que Austral ha traducido a modo de posfacio.

¿Qué tiene de especial este prefacio tardío? Que en él Hugo dio la cara por su obra y decidió dejarse de novelas y metáforas. Decide dar explicaciones y atacar de frente a todos aquellos que le atacaban a él por sus ideas. Es un texto aguerrido, ofendido, contundente y defensor de sus ideas, donde rebate todo aquello que argumentan en contra suya con datos, ejemplos y conclusiones sobre el sinsentido de la pena capital. Estaba enfadado y, aunque creía que había conseguido lo que quería conseguir con esta publicación, necesitaba poner los puntos sobre las íes.

No quiero extenderme más, que este es de esos libros que engañan: finitos en apariencia, pero sobre los que se podrían comentar cientos de cosas. Quien haya tenido en las manos una edición de Austral Básicos sabe que son unos libritos que caben en la palma de una mano, tal y como se puede ver en la foto de arriba. Pequeños en tamaño, grandes en contenido, y por tres euritos de nada. Así que quien quiera leer clásicos y no quiera gastarse dinero en ediciones mucho más caras no tiene excusa, porque Austral lo pone muy fácil.
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