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Crítica de Monbuk


Monbuk
04 February 2022
Nuestro nombre es nuestra primera seña. Nuestro nombre nos da un lugar y espacio en el mundo. Y cuando lo perdemos, cuando nos lo arrebatan, perdemos también una parte de nuestra identidad.

En 1974 varias mujeres fueron trasladadas del Manicomio de Jesús al Hospital Psiquiátrico de Bétera, en Valencia. María Huertas, una de las psiquiatras responsables de atender a algunas de estas mujeres en su nuevo alojamiento, relata en este libro nueve de las historias de las que fue testigo. Historias que reflejan el maltrato institucional recibido en un manicomio en el que, en pro de una psiquiatría inhumana, se llevaban a cabo prácticas como lobotomías, extirpaciones de lóbulos cerebrales, inyecciones de cardiazol y estricnina o electrochoques, entre otros.

Historias que guardan detrás una violencia que, como ellas, no tuvo nombre en su momento; una madre maltratada que ante las amenazas de muerte de su marido trata de suicidarse junto a su hijo, una niña que al quedar huérfana es abandonada por sus tíos, una mujer que recurre a la prostitución para subsistir. Historias en las que en lugar de una enfermedad mental lo que está presente es la violencia de género, la violencia vicaria, la depresión, la pobreza o la dificultad de ser madre soltera. Historias que nos lanzan un mensaje claro: encerrar a una mujer era tarea sencillísima, bastaba un «carácter rebelde».

Aunque me hubiera gustado que María Huertas no hiciera el hincapié que hacía en ocasiones en el sobrepeso de algunas de las internas, este libro me ha dejado con el corazón en un puño. Terminaba cada relato con la piel de gallina, intentando procesar que lo que tenía enfrente no era un cuento de terror sino una vida. de que Blanquita, Aurora, Felipa, María, Margarita, Dolores, María Jesús, Amparo y Ana, entre tantas otras, se habían visto obligadas a tener que normalizar que se les arrebatara todo derecho humano de la noche a la mañana, sin quejas, sin poder cuestionar.

Poco a poco, a medida que avanzaba, entendía cada vez más por qué a mi abuela, que tuvo que trabajar en un manicomio, siempre le dio pánico oír hablar de residencias.
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