(…) ¿Qué importaba que la odiase de día, si la amaba de noche, al menos esa noche? ¿Por qué no dejarse mecer en unos brazos que ambicionaba, besar unos labios que la retaban? (…)
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(…) ¿Qué importaba que la odiase de día, si la amaba de noche, al menos esa noche? ¿Por qué no dejarse mecer en unos brazos que ambicionaba, besar unos labios que la retaban? (…)
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—Mi padre me quería casado, yo estaba harto de discusiones y ella es muy hermosa. ¿Por qué no pedirle matrimonio? Era el mejor modo de que él me dejara en paz de una vez por todas.
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-Tengo dos pretensiones inmediatas por encima de todo, mi lord: la primera, recobrar mi memoria, aunque si he de serle sincera temo encontrar a la mujer que Jason detesta, la segunda, recuperar la armonía en mi matrimonio, si es que ello es posible.
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(…) Le parecía mentira, después de haberla odiado tanto tiempo, que ahora estuviera más cerca de ella que nunca. Lo más profundo de su ser le reclamaba que mantuviera a esa mujer a su lado, y lo más abyecto le exigía que condenara su traición.
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Se aupó sobre las puntas de sus pies y lo besó. ¿Qué podía perder? Fue un beso casto. Tan suave como el roce de una pluma, tan leve que podía haberlo soñado, tan dulce como el que más dulce de los manjares. Tan exquisito, que provocó un incendio en el pecho de Rowland. Nunca antes Cassandra lo había besado por voluntad propia. Los escarceos amorosos que mantuvieron, antes de que empezara a traicionarle y lo apartara de su lado, habían sido rápidos, casi atropellados, con la urgencia febril de quien quiere llegar a la cúspide del placer cuanto antes. En ese momento, sin embargo, ese beso tal vez prometía… No sabía lo que prometía, pero lo que fuese, lo quería, lo necesitaba. ¡Al infierno con su orgullo! |
Jason creyó haber recibido un mazazo en pleno tórax cuando llegó hasta él un olor que le era familiar: vainilla. No podía verle el rostro, el cabello y el color de los ojos, pero supo que era ella: su condenada esposa. La mujer que lo había tenido embelesado desde que la vio entrar en el salón, no era otra que ella. ¡Ya era mala suerte!
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(…) su comportamiento y sus maneras eran tan distintos que no parecía la misma. Era el mismo cuerpo, pero con actitudes y detalles que la mujer que él conocía nunca dejó entrever, y que juzgaba seductores: la forma graciosa en que arrugaba la nariz cuando algo la disgustaba o la divertía, la manera elegante de llevarse la copa a los labios, el modo en que enredaba algún mechón de su cabello en un dedo o se mordía el labio inferior si estaba nerviosa… Hasta su aroma había cambiado: ahora olía a jabón o a vainilla, cuando antes usaba caros e intensos perfumes.
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¿Quién es el autor/la autora de Episodios Nacionales?