Pasaba de la medianoche y la gente que vivía en las casas apiñadas en torno al triángulo del prado comunal llevaba ya un buen rato acostada y durmiendo. No había luz en ninguna ventana, pero la luna llena surcaba un cielo de color zafiro e iluminaba el pueblo con un resplandor mortecino, de una frialdad acerada. Árboles y casas arrojaban sombras grotescas, negras como el hollín; al claro de luna todos los objetos presentaban contornos claramente definidos pero sin color, por lo que incluso una vulgar hilera de surtidores de gasolina ofrecía un aspecto algo fantasmal.
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