Historias de miedo en el faro

Las historias de miedo tienen la virtud de despertar el interés de todos los oyentes o lectores a pesar del estado de inquietud que, naturalmente, les induce. Es lo mismo que ocurre a cuatro adolescentes -Miriam, Lucía, Sebastián y Lorenzo- que veranean en un mismo pueblo y solo se ven unos días al año. Siempre que coinciden suelen hacer «reuniones de miedo» que consisten en contarse historias de miedo y luego decidir quién ha contado la más espeluznante. En esta ocasión, deciden reunirse en secreto en un viejo faro. Resulta que el padre de Lorenzo es quien custodia las llaves y por eso lo tienen fácil.

Para decidir quién empieza primero a contar una historia lo echan a suertes y una chica, Miriam, cuenta dos relatos porque el primero les parece demasiado corto. Sin embargo, lo que parecía una lluvia sin importancia se transforma en una terrible tempestad que es el mejor telón de fondo para sus historias de terror.

Un joven que marca el ritmo del trabajo de los esclavos africanos en la isla de Haití a ritmo de tambor. Un chico que pagará muy cara su curiosidad o un barco cuya tripulación sufre el ataque de una criatura que no pertenece a este mundo. Además de la historia de una casa en ruinas habitada por una mujer que no soporta la soledad y ansía recibir visitas. La última historia marca el destino de los cuatro amigos y por eso no se puede desvelar nada, pero sí advertir que, como en toda buena historia de terror, la naturaleza y los elementos se transforman en un personaje más del relato.

Al modo de las historias según el método de las cajas chinas o muñecas rusas donde una historia es la base de otra que liga con la anterior con algún hilo en común y así sucesivamente se van encadenando relatos que podrían extenderse eternamente. No es lo que les ocurre a las historias que cuentan los chicos porque los cuatro amigos se convierten en protagonistas de una nueva historia de terror que en el pueblo se recordará para siempre.
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