Con M de Mar

Era un paisaje hermoso de sobrecogedor (me gusta aunar estas dos palabras por una razón: lo hermoso, lo realmente hermoso, tiene el poder de rozarte el alma. Y eso es sobrecogedor) y, a pesar de ello, no podía dejar de pensar: «con lo feliz que viviría yo pegadita al Vaticano».

Acababa de derribar todas mis defensas. Unas palabras, unas simples palabras le bastaron para dejarme confundida, con dolor de garganta y deseando que el torbellino de emociones, nada recomendables para el ser sin sentimientos que era, desapareciera de una vez por todas.

La experiencia me había demostrado que los actos inconscientes son los que muestran cómo somos realmente, como esas personas que se arrojan a un mar embravecido intentando salvar una vida, sabedores de que con toda probabilidad es acción acabé también con la suya.

Esa forma de actuar te pasará factura, ¿sabes?
—¿En serio? —Enarcó una ceja, como si le diera igual mi opinión al respecto.
—Pues sí. Nuestros actos cuentan en la balanza de la justicia divina y tu actitud no te ayuda nada, pero nada de nada a la hora de pillar un buen sitio. Por cierto, ¿cada cuánto hablas con Dios?

No esperéis de mí que sea una de esas personas que se van a África a intentar salvar el mundo. ¡Se vive, se muere, se renace! ¡Es el ciclo vital y ni yo ni nadie puede cambiarlo! ¿No te gusta cómo me expreso? Pues lo siento. Búscate a otro que te ayude a hacer justicia.

La primera es que mi vida entre humanos siempre ha dejado bastante que desear. y la segunda, que aunque mi mente dice que renuncie, el corazón me pide a gritos un último intento.

—La habilidad para hablar idiomas es un don, pero la facultad de saber mantener la boca cerrada y la mente despejada no tiene precio.

La Muerte solo sabe dar por culo.