La enmilagrada

Just, wow.

Es una vergüenza que un hombre como Agustín Gómez Arcos no sea más reconocido en el país donde nació. Yo, a riesgo de pecar de soberbia (porque mucho me falta, tanto de él como de otros), diría que es uno de los más grandes de nuestro siglo XX, y ¿quién lo ha leído, quién lo conoce? No quiero ir yo de digna, tenía a Gómez Arcos en el punto de mira desde que hace unos años vi una reseña de El cordero carnívoro, pero es de esos para los que siempre encontraba su momento en un futuro incierto. Sin embargo, el azar quiso que en la biblioteca me topara con La enmilagrada –título para mí desconocido pero de pronunciación tan poderosa que surtió de talismán–, abriera la primera página y me encontrara con el siguiente párrafo: «Ocho y media de la mañana del segundo domingo de agosto. La niña Juliana cumple doce años. Nació bajo el signo protector de la Virgen; eso afirman, al menos, la tita y el cura, que tuvieron sendos éxtasis el día en que Adelaida malparió a aquella niña prematura, un catorce de agosto, a eso de las doce de la noche: prácticamente el día quince. Según ellos una señal clara y precisa. Y, para la Santísima Virgen, un modo muy particular de celebrar su día: como esas personas que, por temor a que los demás lo olviden, se compran ellos mismos sus regalos de cumpleaños.» ¿Qué hago, me lo tatúo? Obviamente, me lo tuve que llevar, y ahora sólo tengo una certeza, quiero más Gómez Arcos.

Si bien la historia me parece lo de menos, ¡qué historia! Una niña nace el día de la virgen (señalada desde el parto), sobrevive (mini spoiler) a una violación, y desde entonces el pueblo&#xNaN (un pueblo de esos muy pueblo, muy andaluz, muy profundo y pequeño) se empeña en santificar a la niña, una niña que o se apodera del don o se perderá en lo oscuro del ruralismo.
Y con una cosa tan pequeña Gómez Arcos nos muestra todas sus obsesiones: la Andalucía rural y sus gentes, ancladas en un tiempo incierto de posguerra, firme dictadura y pocas libertades –lo que le llevó a París–; y los llena de traumas, jerarquía y condena a la religiosidad o a las habladurías.
Cómo él sus personajes están exiliados, aunque sea dentro de los cuatro muros que los vieron nacer; los encorseta en férreas normas, prisioneros de su moralina (más que moralidad). Quiere reflejar lo que vio y vivió de chico, y te coloca en una especie de matriarcado a lo Bernarda Alba que suena tan real que podría haber sido la historia de su vecina.

Y si la historia es lo de menos, es porque la escritura es lo de más. Para muestra, un botón: «En su belleza hay algo confuso y turbador, algo indefinido como un cambio de estación, algo trémulo como el agua a punto de hervir». Tan buena es, que la mitad del libro (unas 150 páginas) me las leí en una tarde porque no-podía-parar.

En una conversación con su traductora, ella dijo que el texto era feminista, pero yo diría más bien que es misándrico, y es que como su protagonista, nada le debe el autor a los hombres; pero más allá de terminologías, lo que hace Agustín Gómez Arcos es meterse en camisa de once varas para desgranar sus dolores y sacarle los colores a un país que se quedó anacrónicamente anclado en una Europa que se modernizaba a pasos agigantados, mostrando en sus personajes esa dicotomía que los tuvo encarcelados en un sistema político donde los primeros barrotes fueron los de sus propias mentes.

Ojalá, aunque sea tarde, le llegue a Gómez Arcos aquí el reconocimiento que ha obtenido en el extranjero. Yo pongo ya mismo mi granito de arena. Leedlo, no os vais a arrepentir.