Tal vez el que hallara cierto sentimiento religioso en mi inmensa devoción por los bosques se deba a que nunca tuve una verdadera religión que seguir (y sigo sin tenerla). Sus misteriosas atmósferas, sus silencios, sus pasillos (sobre todo en los hayedos)... Hasta los bosques más pequeños guardan sus secretos y sus lugares recónditos, sus recintos sin señalizar, y todos los edificios sagrados, desde la catedral más grandiosa hasta la capilla más pequeña, y todas las religiones hunden sus raíces en el aura natural de esos escenarios boscosos. En ellos, nos hallamos entre otros seres más longevos, más grandes e infinitos, más alejados de nosotros que la forma de vida no humana más extraña que pudiéramos imaginar: ciegos, inmóviles, sin habla (o capaces de usar tan solo las confuses paroles de Baudelaire), vigilantes... En general, podemos decir que adquieren la única forma física que podría tener un dios universal.
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