Diario de mi vida durante la Revolución Francesa

Seguían abiertos los teatros, pero estaban llenos de jacobinos y de mujeres vulgares. Los diputados republicanos ocupaban además los mejores palcos, acompañados de mujeres infames, tocadas con sus no menos infames gorros rojos y vestidas como alegorías de la libertad. En definitiva, París era un asco...

Dijo después que sin duda estaría muy hermosa allí? En la Plaza de Luis XV, cuando fueran a guillotinarme, y añadió: "Todos iremos a verte ese día, seguro que será como una magnífica representación"

Es usted muy imprudente, ciudadana, ¿es que no sabe dónde está? Vea, aquí hay unos cincuenta hombres y todos votamos a favor de la muerte del tirano... pero no para ocupar su trono sino para librar al mundo de esa maldita estirpe

Llegó el tiempo en que los republicanos comenzaron a hablar más que nunca antes de la necesidad de someter a un juicio al infortunado rey; la idea de hacerlo, sin embargo, parecía tan monstruosa e infame a mucha gente que nadie pensaba que fuera posible llevar a cabo una acción semejante.

Sólo el miedo por la suerte de mi infeliz acompañante, y la inspiración insuflada por Dios, me dieron el coraje suficiente para salir con bien; hice gala de un valor que jamás me hubiera supuesto. Eran tan horribles y numerosos los actos de terror cometidos por aquellas turbas, que antes de caer en sus manos yo misma hubiera levantado un cadalso en el que sacrificarnos ambos.

Su Majestad, habiendo tenido noticias de que ne proponía volver a Bruselas, envió un día a una gran dama de Francia para que me entregase una pequeña caja y una carta dirigida a la archiduquesa, esposa del emperador, a quien tenía que entregarle ambas cosas, caja y carta, en mano.

A Bonaparte no le gustaba ver a las mujeres con mucho escote, con los hombros descubiertos, cual era la moda en el París de aquel tiempo. "Enciendan el fuego - decía cuando en una recepción veía mujeres descotadas -, pues si no lo hacen estas damas se van a morir de frío"

Confesó Madame Bonaparte a Mrs. Elliott que había dudado mucho si aceptar o no la petición de Napoleón, pero que al fin Barras había insistido tanto en aue se casara con el general que decidió darle el sí.

Mrs Elliott fue a ver un administrador y dispuso que se vendiera su casa de París al general Murat (que con el tiempo sería rey de Nápoles, y que a su vez vendería la casa al general Lannes, duque de Montebello) trasladándose a vivir a su casa de Meudon. Alli estuvo, viviendo de sus rentas y relacionándose de nuevo con lo más granado de ma vida parisina, durante el Consulado y el Imperio.

Nunca he presenciado una escena tan terrible como la de la despedida de aquel joven matrimonio. Temí por un momento que Madame de Custine perdiera el juicio, de tanto dolor. Madame Beuharnais y yo no ma dejamos sola no un momento durante los tres días siguientes, con sus noches enteras. Era, no obstante, joven, fuerte, llena de buenas intenciones, muynorgullosa de ser francesa.