Ante todo hemos aprendido a callar lo esencial de nuestra vida, la miseria.
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Ante todo hemos aprendido a callar lo esencial de nuestra vida, la miseria.
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La historia de mi vida no existe. Eso no existe. Nunca hay centro. Ni camino, ni línea. Hay vastos pasajes donde se insinúa que alguien hubo, no es cierto, no hubo nadie.
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Nunca he escrito, creyendo hacerlo, nunca he amado, creyendo amar, nunca he hecho nada salvo esperar delante de la puerta cerrada.
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Podría engañarme, creer que soy hermosa como las mujeres hermosas, como las mujeres miradas, porque realmente me miran mucho. Pero sé que no es una cuestión de belleza sino de otra cosa, por ejemplo, si, de otra cosa, por ejemplo, de carácter. Parezco lo que quiero parecer, incluso hermosa si es eso lo que quiero que sea, hermosa, o bonita, bonita por ejemplo para la familia, para la familia no, puedo convertirme en lo que quieran que sea. Y creerlo. Creer, además, que soy encantadora.
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A veces no regreso al pensionado, duermo a su lado. No quiero dormir en sus brazos, en su calor, pero duermo en la misma habitación, en la misma cama. A veces falto al instituto. Por la noche vamos a cenar a la ciudad.
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A los dieciocho años envejecí.
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Pienso con frecuencia en esta imagen que sólo yo sigo viendo y de la que nunca he hablado. Siempre está ahí en el mismo silencio, deslumbrante. Es la que más me gusta de mí misma, aquélla en la que me reconozco, en la que me fascino.
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Que la vida es inmortal mientras se vive, mientras está con vida. Que la inmortalidad no es una cuestión de más o menos tiempo, que no es una cuestión de inmortalidad, que es una cuestión de otra cosa que permance ignorada.
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Cada noche era particular, cada una podía denominarse según el tiempo de su duración. El sonido de las noches era el de los perros del campo. Aullaban al misterio. Se contestaban de pueblo a pueblo hasta la total consumación del espacio y del tiempo de la noche.
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“Las partidas. Siempre las mismas partidas. Siempre las primeras partidas por mar. Separarse de la tierra siempre se había hecho con el mismo dolor y el mismo desespero, pero nunca había impedido partir a los hombres, los judíos, los pensadores y los viajeros puros del único viaje por mar, y eso tampoco había impedido nunca que las mujeres los dejaran partir, las mujeres que nunca partían, que se quedaban para preservar la tierra natal, la raza, los bienes, la razón de ser de su entorno. Durante siglos, los buques hicieron que los viajes fueran más lentos, más trágicos también de lo que son hoy en día. La duración del viaje cubría la extensión de la distancia de manera natural. Se estaba acostumbrado a esas lentas velocidades humanas por tierra y por mar, a esos retrasos, a esas esperas del viento, las escampadas, los naufragios, el sol, la muerte. Los paquebotes que la pequeña blanca conoció quedaban ya entre los últimos correos del mundo. Fue, en efecto, durante su juventud cuando se establecieron las primeras líneas de avión que, progresivamente, deberían privar a la humanidad de los viajes a través de los mares.”
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¿Cuál de los siguientes libros fue escrito por Gustave Flaubert?