Días de hambre y miseria

Como sentía mareos y la sangre me golpeaba las sienes, me asomé a la ventana para tomar el aire y sorprendí a mi hermano lamiendo la vitrina de la carnicería tras la que se mostraban los jamones y las lenguas de buey. De pronto di un respingo, como quien siente la picadura de un tábano.

"El hambre es silenciosa y, si tú también saber mantenerte callada, se limita a destruirte suavemente."

Una vez cumplidos mis 9 o 10 años, nada tuvo lugar en aquella casa que pueda hoy recordar con simpatía. La pobreza se había implantado en ella de forma permanente; iba agravándose con cada nuevo hijo, y el cansancio y el desaliento de mis padres hacían cada vez más frecuentes los días de hambre y miseria.

Era todo un alivio saber que habíamos decidido morir de hambre juntas.

Mi cuerpo pequeño y sucio y mi pelo rizado y lleno de piojos parecían causarle mucha más impresión que si hubiera estado impregnada de perfumes y envuelta en encajes. Porque lo que más le atraía era ciertamente la vergüenza que yo manifestaba.

Llamé suavemente a mi madre y le dije que no podía dormir porque oía caminar a las pulgas.

Estas escenas, de las que salíamos generalmente maltrechos además de humillados, eran sin excepción consecuencia de nuestra pobreza, porque, cuando se infligen por placer, son siempre los harapientos quienes reciben los palos.