La pequeña Dorrit

Seguimos a Arthur Clennam a lo largo de numerosas vicisitudes durante dos años, más de mil páginas, un puñado de países y un sinfín de personajes, polarizados entre la Cáritas y un dios vengador y cruel, entre la sátira acerba y la más tenue dulzura, sobre la que brilla nuestra inolvidable Amy, la pequeña, la heroína hija de la cárcel.
Vicisitudes y proezas que tienen su punto de inflexión en esas rosas llevadas por las aguas río abajo en las que nuestro atormentado protagonista cree despedirse de su juventud ("no es culpa de nadie") aun cuando retome las fuerzas para luchar contra el Negociado de Circunloquios, contra toda esa estupidez, contra todo ese mundo de superficies y de apariencias, de ostentaciones sin sustancia.

Esa batalla entre antítesis, tan cara a Dickens y tan productiva, se muestra aquí entre las nuevas clases que aún configuran nuestro presente; ya no hay casi rastros de la antigua "nobleza" de sangre, si no que las almas cándidas se ven exprimidas y agobiadas por la especulación bancaria vacía, por la burocracia empeñada en entorpecer los nuevos rumbos de la sociedad y sus inventos. Los personajes y las situaciones quedan entreverados así entre los más ridículos y nefastos y los más puros y pese a todo felices a su modo, como el cantarín Mr. Mandy o el joven carcelero John Chivery, que muere de amor y redacta epitafio tras epitafio, o esa Flora de gran corazón y desatada elocuencia.

Esta Pequeña Dorrit (el único Dickens con nombre de mujer) fue en su tiempo la última novela del autor que leí en mi lejana primera adolescencia; no la había apreciado y, un tanto fatigado por tantos Dickens casi seguidos, pasé muchísimos años (releyendo ocasionalmente Los papeles póstumos del Club Pickwick y Canción de Navidad) alejado de este titán de la expresión humana, admirándolo en el recuerdo pero temeroso de retornar a sus libros. Mucho me alegro de haber vuelto.