Javier Castillo se hace la picha un lio y el problema es que la tiene más larga que el famoso moreno del WhatsApp. Lo que empieza siendo un thriller sencillo pero que engancha, es un espejismo mal calculado que acaba en nudo gordiano. Ni el magno Alejandro sería capaz de desatarlo a hachazos. Agujeros negros. Oasis abandonados con menos paisaje que el propio desierto, meado fuera del tiesto por desbordamiento. La trama va de menos a nada dejándonos boquiabiertos, de puro espanto, pero no de suspense no, el malagueño vuelve ateo al más fervoroso creyente. Pérdida de fe por agotamiento. Ni armazón ni ropaje se sostienen y el castillo se viene abajo. Por sus resoluciones imposibles rozando lo absurdo. Por mentirle a sus personajes, llevándoles la contraria impidiendo que fluyan, y sobre todo, por no ponerse al servicio de la historia dejando que ella dicte las normas. El buen escritor consiente que texto y actores caminen por su obra, respetándoles , mimándoles y no adjudicándoles pensamientos y acciones fuera de cualquier lógica. Es como echarle al caldo una boñiga de cabra. Pero don Javier tiene un geranio donde los pedos alcanzan su libertad y vendió lo que no está escrito (nótese la literalidad de la frase), seguramente por una alineación de Júpiter y Venus acompañada de magnífico título. Y aún así, tiene una buena idea entre manos, y la virtud de inventar un nuevo género. Novela autodestructiva (que se destroza a si misma) Resumiendo, un despropósito de rabo a cabo. |