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Cartarescu... me gusta, y mucho, cómo escribe, me resulta cautivador, esa atención al detalle, ese tono entre elegíaco y desemesurado, horripilante, como trazando la alegoría ultramoderna de las profundidades humanas, atemporales y resquebrajadas, ese paroxismo del lenguaje que te lleva a detenerte a tomar aliento, al límite de la desesperación. Lo descubrí con REM (de Nostalgia; ese El ruletista me dejó tan frío como el propio relato) y con Solenoide ya me conquistó para siempre. Esta es una obra muy menor, casi anecdótica, y ha supuesto para mí una leve decepción, tal vez porque tonto-de-mí pensé que algo podría retomar de las obras de Wedekind (y no olvidemos la ópera de Berg) pero ¡ay! se trata de una seducción bien diferente. Se trata de una revelación largamente postergada en la vida de su desdoblado (al menos) protagonista y narrador de un hecho infantil sepultado en el inconsciente (y que veremos reaparecer al menos en Solenoide, esa obra Total) cuya pesquisa simbolizada por la apertura de infinitas (no, no soy yo quien exagera) puertas comienza al final de la adolescencia del chico más solitario en un grotesco campamento de verano. También aparecen Bucarest, por supuesto, la ciudad más triste que imaginarse pueda, y el valle de las flores, y todos los órganos, y los detritos, y todos los asquerosos bichos ante nuestros espantados ojos. En suma: una obra fascinante, sí, entre el horror/asco y la beatitud, pero en un clarísimo segundo plano con respecto a las antes citadas, las cuales sí recomiendo sin reservas. |
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