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Crítica de chibiriquete_negro


chibiriquete_negro
30 April 2020
Admito que al comienzo sentí que estaba leyendo un diario de indiscreciones irrelevantes. Una adopción fallida, una mujer a la que le ponen los cachos "-¿Y a mí qué?". Me sentí estafado, me habían metido gato por liebre, otra vez, chisme por literatura. Harto de leer los culebrones que podrían tener a Louis Garrel de protagonista, sentí la misma rasquiña insoportable que la primera vez que leí a Proust. Apreté el puño de rabia. "-¿Y a mí qué con toda esta comedia romántica?". Cuando la vida tiene acento europeo me parece un desperdicio. ¡Pero entonces recordé que me encanta Proust! ¡Y que disfrute muchísimo la novela de Marta Carnicero! Trataré entonces de explicar por qué.

Es una escritura honesta. Y creo que en eso consiste todo el milagro de la novela. Es transparente y fluida. Y al igual que el agua cuando tiene esas mismas características, le permite a uno asomarse a las profundidades del estanque, donde hay una verdad que es extraña a nosotros, una verdad afectiva, un buceo rápido por las corrientes de la empatía. Aunque no se trate de un océano agitado, la serenidad de la vida cotidiana tiene su encanto. Pero así mismo, cuando hay franqueza en la narración, podemos ver nuestro reflejo límpido en la superficie. Nos identificamos sin rencores de vez en cuando. Por más distante y afrancesada que sea la anécdota, el despliegue de la cotidianidad es lo suficientemente auténtico como para abarcar a toda la humanidad. Las metáforas que le dan forma a la vida sentimental y patética de los personajes son preciosas, increíblemente originales, precisas y desgarradoras. Apelan con una puntería avezada a la naturaleza de la maternidad, a la catástrofe inevitable de toda paternidad, al meollo de los celos, del deseo, del amor y del goce y la enfermedad como desenlaces inevitables del cariño marital.

Es un melodrama conciso, abreviado por la necesidad de convertirse en un sismógrafo del corazón. Y lo logra. No necesita de un montaje fastuoso, de utilería colorida, diálogos largos, guiones exactos y vestuarios extravagantes para sostener la tragicomedia. Insisto en que es una confesión honesta. Una escritura franca y depurada, sin climas extremos: los personajes no tienen desenlaces griegos… hacen parte de la dolorosa placidez de la vida de la clase media, sin convertirlos en una realidad pueril: le hace justicia a sus existencias sobrecogedoras.

Proust, en “Sodoma y Gomorra” insiste todas las quinientas páginas en que “los celos pertenecen a la familia de las dudas enfermizas”. Pues bueno, la novela de Carnicero reformula estas dudas enfermizas de todas las maneras posibles y las concentra en cien páginas nada más, de una manera condensada y equilibrada. Imagínese si Albertine, en “En busca del tiempo perdido” hubiese tenido Whatssapp o Facebook, de seguro la escritura de Proust hubiese tenido otra materialidad; un acontecer mucho más rencoroso, pero así mismo, mucho más subterráneo y adúltero. Probablemente también habría tenido Tinder. La confesión se vuelve chat. Y la infidelidad, un escuálido "Me gusta".

Diciendo todo esto solo trato de desentrañar el misterioso título de la novela, que, al comienzo, debo admitir, creí que simplemente era una artimaña editorial. Pero creo que recoge muy bien la visión lírica que sopesa todo el transcurso de la novela. Google tiene esa versatilidad omnipresente de la visión satelital, que parece una herencia directa de los narradores franceses del realismo del siglo XIX. Balzac todo lo sabe, Flaubert todo lo ve. Pero en este caso se revelan la fragilidad de los medios virtuales para recrear la cartografía amatoria y emocional del humano. No vivimos dentro de mapas, y el territorio no es reducible a una vida monitoreada por antenas. Nuestra vida acontece en los interiores. En confidencia, en intimidad con nuestra rutina: esa serie de limpiezas meticulosas y de recetas caseras son una expresión de nuestra verdad como criaturas quebradizas, de convicciones débiles, pero con la fuerza centrífuga suficiente para absorber el mundo con nuestra aflicción.

La edición de Acantilado, y la traducción de Pablo Martín Sánchez del catalán, le hacen una justicia más que digna, entrañable y amistosa a la edición en español.
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