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Crítica de Ferrer


Ferrer
10 June 2019
El cine policiaco francés, conocido como Polar (del término francés policier), se desarrolló entre la década de 1950 y de 1970 y el parisino Jean-Pierre Melville (1917-1973) fue uno de sus mejores exponentes. Si vemos a un personaje lacónico con su gabardina, su cigarrillo entre los labios, su sombrero de fieltro y quizá una pistola en el bolsillo, no dudamos de que estamos viendo una escena de cine policiaco. A canonizar esa imagen contribuyó en gran medida el cine austero y depurado de ritmo narrativo pausado de Melville, donde predominan los personajes automarginados, fatalistas y fríos con una vida entre sombras, “hombres de mediana edad, que proceden de forma noble por sistema en un contexto innoble” sin posibilidad para una convivencia sentimental, porque se impone el “individualismo hermético y contumaz, educadamente engreído”, como sostiene Carlos Aguilar en su interesante ensayo Jean-Pierre Meville, publicado por la editorial Cátedra.
Melville, aunque su apellido real es Grumbach, nació en el seno de una familia judía alsaciana y recibió de pequeño un regalo que condicionó su futuro: un proyector. Gracias a él vería el cine de Chaplin, Keaton, Harold Lloyd, wésterns y, sobre todo, el cine negro norteamericano de los años 30. Fue un mediocre estudiante que no hizo carrera universitaria al preferir los bajos fondos de París. Admirador de Chaplin, Melville aborrecía a Raoul Walsh, Cecil B. de Mille y al italiano Sergio Leone, pero disfrutaba con la lectura de Edgar Allan Poe, Joseph Conrad y sobre todo Herman Melville. Cabalgata (1933) de Frank Lloyd le marcó a fuego y la vio decenas de veces, como también le fascinó el cine de Josef von Sternberg.
El silencio del mar (1947), su primer largometraje, demuestra la posibilidad de hacer una película autofinanciada en aquella época, con escasos medios, en solo veintiséis días (nunca más de dos tomas por plano) y de que alguien sin formación académica puede concluir con acierto filmes a partir del visionado crítico de numerosas películas. Estamos ante un “director cinéfilo”. Precursor de la Nouvelle Vague, de la que discrepó, Melville no crea, sino que “recrea, personalizando sustanciosamente los referentes fílmicos de cabecera” en sus trece largometrajes rodados entre 1947 y 1972, ocho de los cuales están enmarcados en el cine negro y otros tres con la ocupación alemana en Francia, que Melville vivió de primera mano. El director francés incide en las grandes preocupaciones humanas con cercanía al espectador y no le ofrece finales felices, sus películas son “una particular alegoría luctuosa de la soledad viril”, del fatalismo nihilista, “una cotidianeidad volcada por completo en el deber, legal o ilegal.”
Una de sus películas destacadas es Bob, el jugador (1956), donde vemos el retrato de un veterano delincuente reconvertido en jugador de cartas con la suerte de espaldas, con principios morales, pocos pero buenos amigos, sin ligazones familiares, que desdeña la violencia y con los juegos de azar cual piedra de Sísifo. Una femme enfant “trigueña, promiscua e inconsecuente”, que será la antesala de los personajes protagonizados por Brigitte Bardot. Un golpe definitivo, una cifra excesiva, demasiada tentación y demasiado riesgo si falla el plan. La codicia. El destino de Bob está escrito. Este es un filme de fatalista acción melancólica que contrasta con el sentido épico de los thrillers norteamericanos, por lo que Melville encuentra su propia voz cinematográfica, así como sus protagonistas prototípicos, sobrios cual Humphrey Bogart francés, sin un pasado conocido, viriles lobos solitarios parcos en palabras, pero expeditivos en hechos.
Además de El confidente (1962), con ese elegante antihéroe un tanto canalla protagonizado por Jean-Paul Belmondo, El silencio de un hombre (1967) es una de sus mejores películas (en plena madurez creativa de Melville), instituye el personaje del asesino silencioso, enrocado en la soledad y vencido ante su fatídico sino, y destila la influencia de Akira Kurosawa y de Robert Bresson gracias a un ritmo pausado, contemplativo. En esta película de atmósfera seductora, en la que se inspiraron Quentin Tarantino y John Woo y que Carlos Aguilar emparenta con el cine japonés Yakuza Eiga, Jef Costello es un implacable asesino a sueldo, perseguido, metódico. Según el propio Melville, esta obra es “el análisis de un esquizofrénico por un paranoico.”
Otra de sus mejores películas es Círculo rojo (1970), una exaltación del honor y la lealtad, una crónica pesimista de una Francia donde nadie parece inocente, salvo la policía, porque la inocencia es una virtud que se pierde con la edad. La historia avanza a ritmo lento con dos protagonistas que miden cada palabra y sus actos no solo porque el mundo del hampa que les envuelve es cenagoso, sino porque son hombres fríos sin ligazones familiares. En el desenlace, la justicia prevalece y los cañones de las pistolas humean. Digno final del universo Melville.
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