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Crítica de Beatriz_Villarino


Beatriz_Villarino
11 September 2019
Como no hay dos sin tres, aquí está El ladrón de meriendas, título divertido para una novela cuyo trasfondo es bastante trágico, aunque nuestro comisario se lance a él de manera optimista.

Está claro que Camilleri no escribe una novela policíaca al uso, el humor no escapa a su pluma, incluso para reflejar verdaderas desgracias; la sonrisa aparece en nuestro gesto cuando empezamos a leer y una paz beatífica nos envuelve hasta el final; porque Salvo Montalbano tiene la cualidad de saber sobrellevar con entusiasmo y decisión cualquier situación adversa, aun en el caso de ser muy adversa, como ocurre en este episodio.

Algo muy curioso es que el protagonista sigue evolucionando; su forma de ser desprendida, justa y volcada en el más necesitado se afianza en El ladrón de meriendas. También su sensibilidad, al igual que sus celos infundados.

La técnica de aludir a otras entregas es habitual en Andrea Camilleri, así que en ésta aparece de nuevo el profesor Rahman, «Montalbano lo había conocido un año atrás, cuando estaba investigando el caso que más adelante se conocería como el del “perro de terracota”».

Asimismo el humor es constante:

• Para certificar la poca paciencia de Salvo ante la ineficacia de Catarella quien, incapaz de comunicar lo importante en el momento oportuno, siempre empieza con rodeos inútiles; así, cuando aparece un muerto en el ascensor, Catarella entra alteradísimo en el despacho anunciando:

Acaban de telefonear ahora mismo y hay uno que está en el ascensor.
El tintero de bronce delicadamente labrado pasó rozando la frente de Catarella.

• Para describir al muerto, «elegantemente vestido con corbata incluida, era un distinguido sesentón con los ojos abiertos y la mirada perpleja».

• Para describir a los vecinos del difunto mediante hipérboles: «había un elefante, un hombre de proporciones gigantescas».

• Para describir a la mujer madura: «no hay ninguna mujer siciliana de cualquier clase social, aristócrata o plebeya que, cumplidos los cincuenta, no se espere siempre lo peor. ¿Qué tipo de peor? Cualquiera, pero siempre lo peor».

• Y sobre todo para regocijarse en los diálogos, con los que juega asombrosamente con el lenguaje

—Pásese por la comisaría esta tarde…
—No puedo
—Entonces mañana
—Mañana tampoco. Soy paralítica

Indudablemente lo políticamente correcto no abunda –eran otros tiempos–. Lo que sí prolifera es la crítica sociopolítica. Camilleri no pasa una: Nos enteramos, por las noticias del periódico, de que «La pequeña maniobra económica que el gobierno había aprobado […] subirían algunos precios […] el paro en el sur había alcanzado unas cifras que era mejor no revelar […] después de la huelga fiscal, habían decidido echar a la calle a los prefectos […] Treinta jóvenes […] habían violado a una muchacha etíope, el pueblo los defendía […] Un chiquillo de ocho años se había ahorcado. Detenidos tres camellos de doce años. Un veinteañero se había saltado la tapa de los sesos jugando a la ruleta rusa».

Reconozco que la cita es un poco larga, pero merece la pena para darnos cuenta de que el panorama sociopolítico de la Italia de final de siglo se asemeja al de principio del XXI en Polonia según vimos en El caso Telak y, lo gracioso es que ha cambiado poco, si acaso en algunos aspecto ha ido a peor en toda Europa (España incluida y encabezando determinadas cuestiones). Esto da para un largo debate pero aquí no tiene lugar. Aquí nos atenemos a la crítica que Camilleri lanzó a su gobierno basándose en noticias reales, y a la que elabora en su novela a través de diferentes acciones. Nos choca la forma de aleccionar antes a los chavales, no hace tanto, comparada con la de ahora. Si hoy un niño nos echa agua en la cara con su pistolita, es impensable que su mamá le quite la pistola (por miedo al posible trauma) o que seamos nosotros los que se la quitemos y lo mojemos a él (por miedo a las represalias de la mamá), sin embargo esto le ocurrió a Montalbano y «Como primera medida, la señora abofeteó con fuerza a su hijo, cogió la pistola que el comisario había dejado caer al suelo y la arrojó por la ventana. —¡Se acabó la historia».

Después de reírnos ante la situación, reflexionamos sobre lo mucho que ha cambiado la educación. Y nos reímos menos ante la corrupción encubierta, sabida por todos y sobre la que nadie mueve un dedo, «De las cartas que tardan dos meses en ir de Vigàta a Vigàta, de los paquetes que me llegan reventados y con sólo la mitad de su contenido […] Eres una mierda que se reviste de dignidad para tapar esta cloaca». Puede que esto no ocurra hoy en Correos, pero la situación nos suena en otras entidades y por otros motivos.

Y no nos reímos nada cuando caemos en la cuenta de que los gobiernos de los países desarrollados siguen implicados en el tráfico de armas sin el menor escrúpulo hacia los países en vías de desarrollo.

Uno de nuestros hombres que, de vez en cuando, comprobaba qué tal iban las cosas.
—Y, de paso, se tiraba a Kalima
—Son cosas que ocurren

Está claro que Camilleri no temía decir la verdad y éste ha sido su sello en la colección de Montalbano, pero en El ladrón de meriendas hay algo que marca la diferencia: Livia aparece mucho más, por eso la conocemos mejor y también a Salvo, quien ha dejado constancia de ser un hombre bueno, recto, justo, amante de la comida y del ambiente tranquilo, aunque como pareja deje mucho que desear. Es celoso aun sin motivo alguno, fruto de la concepción que se tenía del hombre y de la mujer en el siglo XX. El caso es que él es quien lleva las riendas en la relación, o eso pretende, de ahí que Livia se enfrente y le diga las cosas claras «a veces no soporto tu hipocresía tan bien camuflada. Tu cinismo es más auténtico».

El final de la novela constituye un giro sorprendente. No revelo nada. Hay que leerlo, y continuar la serie para ver si se cumple o no lo prometido.

Por unas cosas o por otras no podemos dejar de leer a Montalbano.

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