¡Que viva la música!

¿Se puede buscar y plasmar tanta vida, tanto despeluque, tanto sol y tanta noche en un relato, cuando lo que se busca desaparecer?
Es lo que Caicedo nos brindo en sus relatos, cuentos, correspondencia y en esta novela que logra tener editada y ensamblada en sus manos justo el día que decide no vivir más. Siendo el mismo María del Carmen Huerta y Ricardito el miserable, tal vez viviendo mas en este ultimo que en la mona arrebatada que cambia de vida y sueños al conocer ese sonido bestial de la salsa y el rock que se le metió bajo la piel y no le permitió volver a estar quieta o vivir en el sosiego.
Los personajes de la novela, hombres y mujeres, son marionetas bien dominadas por el autor para retratar una Cali de antaño, que tal vez como el resto de ciudades del país no han cambiado mucho, fueron y son corrales demarcados y separados para los clubes de poderosos y las calles para la barriada, para el bullicio, donde el delito no se camufla, pero es ella, esa rubia encantadora la que traspasa las fronteras convirtiéndose en el retrato mas que hablado, en el retrato bailado de una sociedad decadente, de una lujuria vertiginosa que permite cualquier tipo de exceso o experiencia, las drogas, el sexo, la muerte y la música como elemento trasgresor y transformador de la vida que toma el baile como catarsis del dolor de estar vivo, terapia que lleva a la protagonista a lo mas profundo de su ser, sin ningún deseo de buscar allí una redención.
Para aquello ajenos al dialecto caleño, a sus modismos y costumbres puede resultar confusos sus diálogos, puede que el lector se pierda entre la multitud de referencias a canciones y artistas que deambulaban por tarimas y vinilos en la época que María del Carmen bailaba en lugares propios y extraños, pero no son estas razones para no perderse en el descarado baile de vida y muerte que nos brinda esta historia.