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Crítica de Ferrer


Ferrer
17 August 2019
La lectura profundiza en el conocimiento de lo que somos, encuentra dimensiones adormecidas de nuestra sensibilidad en lo que leemos y nos reconcilia con las pasiones del mundo. Con un estilo ligero y desenfadado, aunque sin estructura clara que agaville sus comentarios, Mikita Brottman es autora del ensayo Contra la lectura, editado en Estados Unidos en 2008 y traducido diez años después al castellano para su publicación por la editorial barcelonesa Blackie Books.
De un repaso a los miedos que la lectura genera en el pasado a un compendio de las virtudes de la misma. Si la introducción es un muestreo de sus hipótesis, en el primer capítulo desarrolla un relato autobiográfico de su hábito lector, de la necesidad de encontrar en los libros experiencias “deformadas hasta el extremo de ser irreconocibles, enrevesadas en terribles pesadillas con cadáveres y ratas. Miserables dependientes, halcones adiestrados y embarazos no deseados no me bastaban”. Brottman confiesa que “no tengo muchos recuerdos reales de mis años de adolescencia porque pasé muchísimo tiempo leyendo, pero soy capaz de recordar con toda claridad escenas de historias que leí” y que tuvieron en ella un intenso impacto emocional. Estamos ante una lectora incansable por culpa de una infancia en la que no pasaba nada; su imaginación venció el aburrimiento con la ayuda de los libros, que, por otro lado, entorpecieron su desarrollo emocional hasta el punto de que la autora afirma que pasaba días enteros sin hablar, “paralizada por las fantasías, tullida por el odio hacia mí misma y la desconfianza”. Y es que “los libros pueden llevarnos a lugares maravillosos, pero también pueden dejarnos allí varados, alienados e inútiles, solos y desclasados, aislados de otros seres humanos, incluso de nuestros propios recuerdos”.
La lectura no debe medirse por su utilidad, sino por su reflejo en nuestra mentalidad, conducta y actitud; por ello, Borttman cuestiona que la lectura sea siempre buena en sí misma al igual que “reciclar, meditar y reducir el consumo de carbohidratos”. Para esta profesora de literatura, la importancia de la lectura está “muy sobrevalorada” y a lo que en realidad deberíamos prestar atención, en un mercado abarrotado y ahíto de libros, no es “a la muerte de la lectura, sino a la muerte del criterio. Es realmente fácil adquirir el hábito de lectura, es mucho más difícil llegar a ser un lector exigente y con criterio”. Si así fuera, los índices de lectura serían mayores de lo que son; lo difícil es el hábito inquebrantable de leer porque el criterio se adquiere tras numerosas lecturas y siguiendo de cerca las reflexiones de los entendidos en la materia.
La lectura ha evolucionado de ser algo perjudicial a ser algo capaz de hacerte mejor persona, de ahí que Borttman recuerde los perjuicios sin fundamento que, desde la antigüedad, acumula la lectura para las mujeres y aluda a que la lectura era considerada, a fines del s. XIX, una opción inadecuada que nos alejaba de la vida “comunitaria y participativa”. Apunta Borttman que, en las bibliotecas victorianas de nuevo cuño, la ficción no ocupaba espacio en las baldas salvo que tuvieran “valor instructivo” y los negros esclavos solo podían leer la Biblia. Temores de la alta sociedad a que se diluyera la predominancia de su gusto estético.
Brottman se hace eco de la tendencia descendiente del mercado del libro electrónico y aleja los fantasmas relativos a la obsolescencia del libro y señala que el cine “ha pasado a ser lo que la literatura fue para los lectores de siglos anteriores: la forma de cultura más accesible”. No obstante, entre las versiones cinematográficas del teatro de Shakespeare menciona el Hamlet de Zeffirelli y el Macbeth de Polanski, pero olvida a Kenneth Branagh, Orson Welles o Peter Brook.
En cuanto a los auges lectores que ha registrado la historia, no se indica el que produjo la Reforma protestante con la obligatoriedad de conocer las sagradas escrituras, lo que disparó las tasas de alfabetización por culpa del aprendizaje lector que se producía en los hogares y en las parroquias. Un siglo después, la novela romántica provocó otro auge lector, esta vez entre mujeres y jóvenes, de obras como Werther de Goethe y La nueva Eloísa de Rousseau y ya en el s. XIX fue la enseñanza la que asumió el rol de inducción lectora, pero Brottman lo omite en sus reflexiones.
La autora entretiene con las bibliomanías y bibliolatrías hasta que, en el capítulo 3, define clásico como la obra que cualquier persona “sofisticada e inteligente” debería haber leído y argumenta que si una lectura no nos parece “emocionante” y no nos interesa, no sacaremos nada en claro de ella y la olvidaremos con prontitud, sea un clásico o no. Justifica que a alguien no le gusten los clásicos porque esté acostumbrado a “un ritmo y estilo diferentes”. Para la autora, la “mayoría de las obras históricas antiguas que se consideran clásicas son, en realidad, una selección bastante aleatoria de curiosidades cuyo estudio se nos exige por el simple hecho de que han sobrevivido. Su importancia es histórica, no literaria”. Un clásico lo es porque aún sigue vivo y porque genera emoción su lectura. Todas las generaciones necesitan sus traducciones de los clásicos para que el lenguaje y las expresiones empleadas no sean un obstáculo. Si bien no sería adecuado darle a leer en su totalidad a un adolescente La Celestina (por ejemplo), no encuentro ningún impedimento a que lea un fragmento de dicha obra y así lograr vincularla con alguna de las inquietudes de dicho lector y asociarla a las experiencias propias, verse en La Celestina. Dichoso Por qué leer los clásicos de Italo Calvino. Sobre Sófocles, Aristófanes, Ovidio, Virgilio, Platón escribe Brottman que “el estilo de estos escritores resulta pesado y repetitivo; sus modismos son tan limitados y sus giros tan predecibles, que incluso las traducciones más actualizadas terminan sonando a versiones seniles y carentes de interés”. La base de toda la cultura occidental, por los suelos. El dislate prosigue denigrando a Don Quijote de la Mancha, Tristram Shandy, La letra escarlata, Tolstoi, Gogol, Chejov y Dostoievski.
Brottman, que trabaja como profesora de literatura, es esclarecedora cuando escribe que “estas son mis opiniones personales, propias, particulares y transitorias; las ofrezco con la esperanza de que os inspiren a adoptar un modo de proceder ante los clásicos y, tal vez, os liberen de cualquier resto de culpa que sintáis por todos aquellos libros que no habéis leído”. Ese es el problema, que son opiniones de una lectora, que no es neutral ni objetiva, como ella reconoce. Lo peor de todo es que parece un libro dirigido a los jóvenes, a aquellos que necesitan una orientación para su atribulada inquietud lectora; un libro de autoayuda para lectores desorientados, necesitados de que les digan que, si no leen Don Quijote, no son lectores desafortunados y si no les gusta Chejov, tampoco se pierden gran cosa.
Los datos que Brottman ofrece, ajenos a la realidad en lengua castellana, no pasan de la anécdota y se echa en falta un trabajo de edición que acerque al lector en castellano a su realidad más cercana. Una oportunidad profundamente perdida.
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