Como fuere, él mismo debía de encontrarse en un estado calamitoso la noche anterior, porque la mujer, a juzgar por las dimensiones de su trasero y los pliegues reverberantes de carne que asomaban por doquier, no se trataba de una ninfa precisamente. ¡Era enorme! Cielo santo bendito, una enorme y fruncida masa lechosa que ahora dormitaba en su propio lecho; tan poco femenina como podría serlo un caballo ataviado con tules y gasas.
|