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Algunos venimos de esas mujeres que, a fuerza de callarlos, parece que jamás tuvieron sueños. Mujeres hacendosas, resignadas, convencidas de que todo lo que les pasaba era normal. O todo lo que no. Primero padres y después maridos dominantes, seguros de su valía y su poder, seguros también de que la mejor mujer es la que sonríe mucho, calla todo y se desloma por mantener el hogar en perfecto estado de revista. ¿Qué daban ellos a cambio?: Muchos disgustos, algún que otro desplante y, por encima de todo, su semilla. Esa semilla que se convertiría en el futuro de su apellido y a la que echaban pocas cuentas. Nada más allá de techo, comida, abrigo y silencios a granel. Los gestos de cariño eran para los débiles. Y un día, de repente, cuando te paras a hacer balance de tu vida, te das cuenta de que te has convertido un poco en esas mujeres de las que venimos: ajena, encerrada en ti misma, distante, aguantando una convivencia que no aporta gran cosa pero que tampoco resta demasiado. Resignada, como ayer. Ya veremos qué pasa mañana. + Leer más |