Entre perros enormes, que silenciosamente surgían y volvían a desaparecer en la oscuridad, seguí a un evasivo portero, por una serie de patios irregulares y después por un jardín donde había un pabellón con una escalera exterior, y un solo arbol, que en la noche parecía infinito. Subimos la escalera, abrimos la puerta, y entré en una pieza vivamente iluminada, con las paredes cubiertas de libros. Congestionado y benévolo, Berger se levantó de un horrible sillón con brazos metálicos y avanzó a recibirme.
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