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Crítica de richmarcelo


richmarcelo
09 August 2022
Una guerra sin sentido, una guerra sin un claro bando ganador, una guerra dialéctica, una guerra que va significando a lo largo de las páginas y de los devenires de los participantes, una guerra en donde los viejos son los protagonistas. Una guerra, así de simple, en la que los antagonismos representan el quid del asunto.

Diario de la guerra del cerdo, obra escrita por el autor argentino, especialista en relatos fantásticos y policiales, Adolfo Bioy Casares (1914-1999). Su cuarta novela, publicada en 1969 cuando Bioy Casares bordeaba los 55 años; número importante pues, el personaje principal, Isidoro Vidal, se entiende ronda esa cifra y se debate a lo largo de la historia en el limbo de ser y no ser un viejo, como la gente que lo rodea, a los que les sobrevino el tiempo con mayor crudeza.

La novela está ambientada en el barrio de Palermo, Buenos Aires, y el diario abarca una quincena que empieza el lunes 23 de junio y termina días después del 1 de julio. A Vidal lo acompañan su grupo de amigos, que se los siente de toda la vida: Jimi, Néstor, Arévalo, Rey y Dante. Entre ellos comparten el ocio de la jubilación y la búsqueda de sentido antes del ocaso final; procuran reunirse con asiduidad en un café y sentirse “muchachos”: comentan sobre la coyuntura, cuentan acerca de los achaques que les aquejan, el dinero que no llega; hay tiempo para tratar sobre deseos libidinosos, para la pereza y para jugar al truco.
Su cotidianidad se interrumpe cuando, al regresar a sus casas luego de una tertulia habitual, son testigos de una golpiza propinada por varios individuos al diarero don Manuel; misma que le ocasiona la muerte. El hecho preludia los días álgidos de una guerra entre los jóvenes y los viejos, estos últimos bautizados como “cerdos” (al ser considerados egoístas, materialistas, voraces y roñosos, tal y como los cerdos). Mientras los unos son pasivos, algo cobardes y huidizos; los otros, cada vez, se vuelven menos tolerantes, incrementan su violencia y, además, llegan a encarnar a cazadores.
Los viejos no solo constituyen el paso previo e inevitable hacia la muerte, ese memento mori de carne y hueso que camina campante por la ciudad; son anacrónicos y poco productivos dentro de la vertiginosidad social, unos verdaderos estorbos. Han perdido su lugar y los jóvenes rechazan adaptarse a ellos y a compartir esos espacios disputados. Prefieren esconderlos, insultarlos, estigmatizarlos, perseguirlos, acorralarlos, secuestrarlos y, en ultimados casos, eliminarlos. Estos, ya ni siquiera son los repositorios de la memoria, pues se busca la transición. Ante tal panorama, los viejos tratan de camuflarse, de negar su edad, pintarse el cabello, acudir a burdeles, perseguir a muchachas o ir a ver el fútbol. Pero todo es inútil, porque nada está diseñado para ellos. Por ejemplo: Néstor, al pretender salir bien librado en compañía de su sobrino, fue victimado en la tribuna del estadio.
Sin embargo, quien rompe con el antagonismo y se vuelve síntesis, al quedarse con Vidal, es Nélida; muchacha vecina de la pensión. Lo prefiere ante su novio Martín, quiere cuidarlo, quererlo y que viva con ella. Pero Vidal descree; así la niegue, la vejez le ha privado de los sueños, planes e ilusiones a futuro, por el achicamiento del tiempo. Este evalúa disuadir a la muchacha haciéndole entender que su amor es ilusorio.

El viraje y la negación del cronos “lógico” se dan por este amor atemporal, así como por la muerte de su hijo, Isidorito, y no la de él, que incluso fue marcado y estuvo a punto de ser la siguiente víctima dentro de la guerra. Son ilógicos el amor entre distintas generaciones y la muerte de un hijo antes que la de su padre. El fin de la guerra se va dando, eventualmente, tras la capitulación y resignación de los jóvenes al reconocer que son viejos en potencia, y que al matarlos sería como estarse suicidando.


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