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Hay algo mágico, al menos así lo creo yo, en deambular por la biblioteca a la espera de que algún título, alguna cubierta, me llame la atención y decida aproximarme, leer la sinopsis, decidir abrirlo y leer las primeras líneas. Así es como he descubierto esta pequeña joya. Una historia de enorme ternura, escrita con elegancia y brevedad. Una historia autobiográfica, donde el autor (Charles Bertin) rinde homenaje a su abuela, una mujer, a todas luces, excepcional. El adulto no deja de asombrarse cuando la memoria le juega malas pasadas y apenas tiene recuerdos de ciertas cosas. Sin embargo otros detalles parecen estar sellados a fuego porque la sensación que tiene el lector es que a través de su narración, vuelve a la infancia, se emociona, divierte, enfada y sufre con la misma intensidad. Como muchos niños, en el pasado y en el futuro, Charles Bertin pasa los veranos con su abuela en una encantadora casita de un barrio de Brujas. A su memoria acude la idea de que su abuela era todo un portento, tan vital como él, con unas ganas inmensas de vivir y disfrutar (a pesar de su reciente viudedad) como una niña. Con ella descubre el interés por la lectura, la pasión por saber, el valor de la recompensa por lo bien hecho en forma de berlingot (un dulce típico), las meriendas en la playa, la aventura sin más. Como unos enamorados, llega a decir Thérèse-Augustine, la abuela, a su nieto, cuando cenan una noche en la terraza a la luz de las velas. Tal era la afinidad que les unía. Es tan hermosa una relación así, y eso es lo que transmite el escritor: belleza. |
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