La vieja cortesana sabía que los buenos tiempos se habían acabado. Eran siervas del placer, del fornicio y de la perversión, pero era consciente de que el destino de la mayoría era la mendicidad. Condenadas a pasear solo los sábados, a resguardarse y sufrir ataques de cualquiera sin derecho a defenderse. Con los años, su desprotección había aumentado. Se encontraban recluidas; estaban obligadas a vivir en un único sestiere, el Rialto, sin distinción de rango ni fama. No eran bien vistas por los puritanos que cada vez llenaban más los canales. Solo para fiestas señaladas, como la de Ca Massari aquella noche, se permitía a las Foscas gozar de la misma libertad que al resto.