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Crítica de MarioG17


MarioG17
11 February 2020
«En nuestra sociedad, cuando una mujer deja de cambiarse el peinado, uno supone que ha superado la crisis de su vida. Si sigue ondulándose o alisándose el cabello con las modas pasajeras, suele suponerse que nunca se ha enfrentado a nada demasiado trascendental para ella», dice Mary Austin en La tierra de la lluvia escasa. En este libro es ella, la autora, la que se enfrenta, la que planta cara y presenta un libro interesante y valioso que es a su vez una defensa de la naturaleza, la fauna, la flora y las tribus indias que habitaban algunas zonas de Estados Unidos.
Este libro, narrado en primera persona y que habla de la escasez del agua en ciertas zonas, precisamente es un diluvio de descripciones de animales, plantas y elementos varios de la naturaleza. Es decir, la aridez del terreno, paradójicamente, inunda las páginas.
Después de un prólogo de Terry Tempest Williams que es de gran utilidad para los que nos internamos por primera vez en la obra de esta autora, Austin se centra en este libro en hacer una oda al desierto y a las tierras norteamericanas que rodean valles y montañas cercanas a Yosemite o Death Valley, rodeados por un aura mágica que cerca esta zona bajo el sol abrasador.
Austin fue una innegable amante de la naturaleza, defensora de los derechos de la mujer y de los pueblos nativos. Así, la sequedad del desierto se entreteje con la vida de la autora, acechada desde pequeña por la muerte de su padre y la relación compleja que tuvo con su madre. Se nota que la naturaleza dejó cicatriz en ella, una herida que intenta lamer a lo largo de estas páginas. Sin embargo, deja atrás todo ello para centrarse en lo que reflejan esos parajes desérticos. Porque la belleza también vive en lo árido y en las almas desoladas.
El libro nos presenta un conjunto de ensayos breves y apuntes sobre diferentes localizaciones, y Austin muestra en ellos su eterno apego a la tierra como elemento tangible y, a la par, metafórico. Así, la autora observa expectante el paso del tiempo y la evolución de la naturaleza ante sus ojos mientras convive con ella y nos la presenta en su máxima expresión.
La autora anima a todos aquellos que se vean incapaces de proteger la naturaleza a que se alejen de ella para no dañarla más. Asimismo, advierte del tiempo que conlleva ver que florezca, algo que entra en consonancia con la inmediatez a la que nos vemos abocados actualmente y a la impaciencia que invade todo. Austin, por tanto, aboga por la paciencia, la espera y el paso del tiempo para contemplar con mayor sabiduría los cambios de la tierra. Por eso dice que no hay una estación mejor que otra para observarlos en las flores o en los paisajes. La época preferible, asegura, es aquella en la que el observador tenga tiempo para contemplarlo con detenimiento.
No se olvida de los nativos, ya que, en otro pasaje del libro, Austin dice que toda mujer india «es una artista; ve, siente, crea, pero no filosofa acerca de su proceso» en lo que es una oda a ese mundo que habitaba las tierras de las que la autora habla. Defiende sus tradiciones, sus formas de vida, su sabiduría, el legado que dejan a sus descendientes y su lucha contra la intromisión de los blancos en sus tierras. Y, por otra parte, critica que los seres humanos sean tan ruidosos a la hora de internarse en aquellas zonas.
También destaca Austin en algún pasaje del libro la inteligencia de ciertas plantas del lugar para no morir en un terreno tan seco y sobrevivir así a la fuerza autoritaria que impone el sol, protegiéndose con hojas que crecen y se moldean de manera acampanada para que la fuerza de la lluvia que cae no les dañe, ni tampoco los intempestivos rayos del sol.
No se olvida de los animales, cuya sabiduría para abrirse paso en un terreno tan inhóspito como las zonas desérticas alaba y describe los lugares tan bien que el lector se hace un mapa mental de ellos a la perfección. Cuando uno levanta la vista del libro, de hecho, se da cuenta de que extraña la naturaleza, echa de menos su contacto.
Cabe destacar la traducción que hace Eva Gallud en esta edición elegante, recogida y bella de Volcano, ya que parece una obra muy difícil teniendo en cuenta el lenguaje utilizado cuando fue escrito (1903) y la complejidad que conlleva traducir a Austin, según he podido ver.
Paradójicamente, aunque la tierra que describe la autora a lo largo de estas páginas es árida, el estilo que ella emplea no lo es en absoluto. Es rico, fértil, lleno de adjetivos, de carga visual y quizás con excesivo músculo descriptivo que desprende frescura —pese a que puede llegar a ser denso—. Austin es la cura contra la aridez de estos territorios, porque con su estilo poético hace que de esos parajes recónditos mane agua y literatura.
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