El cero y el infinito

“El principio según el cual el fin justifica los medios sigue siendo la única regla de ética política; todo lo demás no son más que charlatanerías que se deshacen entre los dedos.”

No se puede negar a Vargas Llosa cuando afirma que Koestler retrató en su novela “los mecanismos de la destrucción de la personalidad y el envilecimiento de las víctimas que pusieron en evidencia los procesos de Moscú de los años treinta”, como también es innegable la poderosa descripción que el relato contiene de la cruel degradación de un sistema que llegó a establecer como verdad solo aquello que lo fortalecía y convertir en mentira todo lo que lo ponía en peligro, pero sí me gustaría deciros que no es esto lo más importante de la novela.

Lo terrible de El cero y el infinito (1940), y lo que la separa y la distingue de sus primas hermanas Rebelión en la Granja (1945) o 1984 (1949), es la representación que nos ofrece de la lógica fanática, de su poder sobre sobre hombres y mujeres una vez que estos aceptan ciertas premisas básicas como incuestionables. Koestler nos muestra los mecanismos por los cuales una idea, su defensa y su propagación, es capaz de invadir la mente y pasar por encima de la propia dignidad y de la propia vida. Una idea que, en este caso, iba complementada y potenciada por el culto al líder. Era tal el imperio de la personalidad de Stalin que la gente moría fusilada dando vivas al dictador. La novela, pues, nos enfrenta a un mecanismo universal de comportamiento humano, estando muy lejos de ser, como también afirma Llosa, un libro excesivamente dependiente de unos hechos concretos y, por tanto, perecedero.

“… no era un fenómeno accidental, sino la personificación de una cierta característica humana, a saber, de una absoluta creencia en la infalibilidad de las propias convicciones, de la cual sacaba la fuerza para su completa ausencia de escrúpulos.”

Para todo ello, el autor escoge, efectivamente, los procesos de Moscú en los que altos dirigentes de la revolución, bregados en mil batallas e interrogatorios, accedieron a autoinculparse de los más extravagantes e inconcebibles delitos a sabiendas de que ello no les salvaría de la muerte. Aunque en ningún momento se afirma que sea la única explicación, el autor se centra en el aparato ideológico que sustenta la decisión de Rubachof, protagonista de la novela, de autoinculparse y mantener la lealtad a unas ideas, a unos principios y a unos dirigentes, los mismos que lo detienen, lo torturan y lo condenan a muerte. No es esta una idea gratuita, Koestler, miembro del partido comunista durante siete años, era sabedor del extraordinario poder que infiere el saberse poseedor de la verdad y el estar en disposición de llevar a cabo el sueño que dicha verdad profetiza.

"Tenía 26 años cuando ingresé en el Partido Comunista y 33 cuando salí de él... Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad."

Rubachof está plenamente convencido, tanto o más que sus propios acusadores, de las tesis revolucionarias que él mismo tuvo que defender ejerciendo de verdugo contra otros camaradas por el bien de la causa y a sabiendas de la injusticia que con ellos se cometía. El futuro de la humanidad precisa de tales sacrificios. Si había que…

“… transformarse en carnicero para terminar con las matanzas, a sacrificar ovejas para que ya nunca más vuelvan a sacrificar ovejas, a tratar al pueblo a latigazos a fin de que éste aprenda a no dejarse fustigar, a deshacerse de todo escrúpulo humano en nombre de los escrúpulos superiores, a atraerse el odio de la humanidad por amor a ella…”

… se hacía, porque era deber de todo camarada arrancar a la humanidad su vieja piel y darle una nueva. No estaban en disposición de comprender la verdadera naturaleza humana ni que los medios afectan irremediablemente a los fines. Rubachof se inmoló por la causa como ahora lo hacen los yihadistas y como tantos otros fanáticos lo han hecho a lo largo de la historia, aunque en su caso además arruinó su honor y su dignidad ante sus propios camaradas.

“Simpatía, conciencia, desgana, desesperación, arrepentimiento y expiación, todo esto no es para nosotros más que un libertinaje repugnante.”

En lo que sí acierta el escritor peruano es en afirmar que la obra de Koestler es un ensayo novelado, y aunque el propio autor se lamenta de su manía de arruinar su obra al defender en ellas una causa, sortea tan inteligentemente el maniqueísmo, es tan potente su carga filosófica, son tan fascinantes sus discusiones políticas, los discursos, supuestamente lógicos y racionales, tienen tal carga emocional, y los sucesos narrados, interrogatorios, flashbacks, tal carga dramática, que uno comprende perfectamente que la novela siga siendo un clásico del siglo XX casi 80 años después de su publicación.