Yo creía que mi situación había llegado ya al colmo, pero si algo le enseña a uno un sistema totalitario es que las calamidades son infinitas.
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Yo creía que mi situación había llegado ya al colmo, pero si algo le enseña a uno un sistema totalitario es que las calamidades son infinitas.
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No voy a decir que quisiera morirme, pero considero que, cuando no hay otra opción que el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor.
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Creo que el esplendor de mi infancia fue único, porque se desarrolló en la absoluta miseria, pero también en la absoluta libertad; en el monte, rodeado de árboles, de animales, de apariciones y de personas a las cuales yo les era indiferente. Mi existencia ni siquiera estaba justificada y a nadie le interesaba [...]
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Yo ya no existía. No era joven. Allí mismo pensé que lo mejor era la muerte. Siempre he considerado un acto miserable mendigar la vida como un favor. O se vive como uno desea, o es mejor no seguir viviendo.
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Creo que la época más fecunda de mi creación fue la infancia; mi infancia fue el mundo de la creatividad. Para llenar aquella soledad tan profunda que sentía en medio del ruido, poblé todo aquel campo, bastante raquítico por cierto, de personajes y apariciones casi míticos y sobrenaturales.
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Creo que nuestros gobernantes y también gran parte de nuestro pueblo y de nuestra tradición nunca han podido tolerar la grandeza ni la disidencia; han querido reducirlo todo al nivel más chato, más vulgar. Quienes no se ajustasen a esa norma de mediocridad han sido mirados de reojo, o puestos en la picota.
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[...] Pero todo lo que uno desea, parece que por un burocratismo diabólico, se demora, aun la muerte. En realidad no voy a decir que quisiera morirme, pero considero que, cuando no hay otra opción que el sufrimiento y el dolor sin esperanzas, la muerte es mil veces mejor. |
Creo que allí mismo me prometí irme de aquel pueblo cuando pudiera, y, si fuera posible, no regresar nunca; morir bien lejos era mi sueño, pero no era fácil de realizar. ¿Dónde ir sin dinero? Y, por otra parte, el pueblo, como todo sitio siniestro, ejercía cierta atracción fatal; inculcaba ciertos desánimos y una resignación que le impedía a la gente marcharse.
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Sí, siempre hemos sido víctimas del dictador de turno y, quizás, eso forma parte no sólo de la tradición cubana, sino también de la tradición latinoamericana, es decir, de la herencia hispánica que nos ha tocado padecer.
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Y estas cosas ocurren porque en los sistemas políticos siniestros, se vuelven siniestras también muchas de las personas que los padecen; no son muchos los que pueden escapar a esa maldad delirante y envolvente de la cual, si uno se excluye, perece.
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Como agua para chocolate