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Crítica de Ferrer


Ferrer
08 June 2019
Ana María Matute Ausejo (Barcelona, España, julio de 1925- Barcelona, junio de 2014) está considerada como una de las mejores escritoras españolas del s. XX y su obra ha sido traducida a 23 idiomas. La dama de los cabellos blancos ha recibido numerosos galardones, como el Nadal, Planeta, Nacional de la Crítica, Nacional de las Letras, Príncipe de Asturias de las Letras, Nacional de Literatura Infantil y el Cervantes, que respaldan una trayectoria literaria iniciada en 1948. Matute, frágil y risueña, tímida y emprendedora, fue vigía de su propia torre, sufrió la censura (Luciérnagas no pudo publicarse hasta 1993) y nunca fue alumna universitaria, aunque sí fue profesora universitaria. Su rebeldía moral fue su fe de vida porque matute vivió la represión franquista.
Su obra de mayor aliento fabulador y poético es Los hijos muertos (Cátedra, 2016), aunque Vargas Llosa se decanta por Primera memoria, novela sobre la que el escritor peruano dialogó con entusiasmo en varias ocasiones con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez. Por el contrario, quizá su obra más prescindible sea Pequeño teatro, así como la repudiada En esta tierra. Su prolífica producción literaria obedece a una necesidad de escribir y de ser y de estar, porque si uno deja de publicar, deja de existir y Ana María Matute ha sido porque ha escrito y escribir es una manera de retener las cosas que se pierden en la vida.
Enmarcada por Josefina Aldecoa como una “niña de la guerra” junto a Rafael Sánchez Ferlosio, Ignacio Aldecoa, Juan García Hortelano, Jesús Fernández Santos, entre otros, la escritora Matute tiene al niño como el protagonista predilecto de sus narraciones, prosas dotadas de una singular capacidad expresiva del ritmo con la metáfora basada en la sinestesia como recurso habitual. Las preferencias simbólicas de Matute cristalizan en objetos desazonantes, exponentes vivos del infortunio o el desamparo. Las estaciones de tren, los lobos, los murciélagos, las hormigas, las aves, el sol y la lluvia son los principales representantes simbólicos de la angustiada cosmovisión literaria de la escritora española.
En Los hijos muertos, la autora denuncia una realidad aparentemente invisible y la rescata del olvido y de la marginación de la cotidianeidad, porque estamos ante una radiografía de la complicada y espinosa vida de una nación (la española) dividida y despedazada, donde la mayoría de los personajes están frustrados y buscan refugio entre la indiferencia y la conmoción ante lo ininteligible. Para ello reitera el uso de adjetivos con el significado de asombro o desconcierto, utiliza una meritoria riqueza de recursos expresivos y emplea un material metafórico procedente de la vida doméstica y de la naturaleza. La novela está dividida en tres partes, tituladas “El tiempo”, “El hambre y la sed” (la mejor) y “La resaca”, que contiene el sombrío anticlímax final. Un instante presente evoca un largo lapso de tiempo prieto de vivencias, que desborda y envuelve al momento que sirvió de pretexto y estímulo argumental. La muerte fortuita del guardabosque de los hacendados Corvo durante una batida contra los lobos, con la que empieza la novela, sirve de anzuelo a los voraces peces del recuerdo, prestos siempre a saltar a la superficie. Igual que el buen lector, siempre preparado para saltar sobre una buena novela, como ésta.
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