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Crítica de Carampangue


Carampangue
15 March 2020
A Woody Allen le ofrecieron escribir una columna semanal en el diario The New Yorker. Y entonces decidió que era un buen momento para ridiculizarlo todo: el cine, la educación, la literatura, la religión. Todo. Una vez por semana escribía una sátira sobre algún producto cultural prestigioso y asentado: para burlarse de las biografías, nos presentaba una ridícula biografía del conde de Sandwich, en la que mostraba los esfuerzos del gran inventor preparándose durante años, sus intentos infructuosos y fracasos sonados, poniendo el jamón afuera del pan, o tres rebanadas de pavo una encima de la otra, sufriendo hasta dar -tras una vida de búsqueda- con la fórmula de dos rebanadas de pan y una de carne al medio, su legado a la civilización occidental.


O para poner en ridículo a las películas de terror, decide contarnos la historia del tenebroso conde Drácula... esa vez que por despiste, sale a la calle durante un eclipse solar. Y luego intenta esconderse en un armario hasta la noche, cuando el eclipse acaba, mientras sus anfitriones tratan de convencer al Conde de que deje de actuar como un niño y se sirva unas galletitas...


O mi preferida: la historia de un detective de película. Un tipo duro, de gabardina y sombrero de ala ancha, al que le gustan las chicas y las balas. Y cómo un bombón en minifalda llega a su oficina... desesperada, con los ojos húmedos, dispuesta a pagar lo que sea si el detective consigue encontrar a alguien.


A Dios.


Así, una serie de cuentitos en los que Woody Allen se divierte tirándole la cola a nuestra cultura: el autor recurre constantemente a un humor absurdo, donde conocemos mafiosos que se apodan El Carnicero, El Herpetólogo y El Positivista Lógico. O la historia de un lector de Dostoievski, que en su ansia de buscar a Dios, y acosado por las dudas, tiene una sola certeza: Dios está en todas partes. En la comida, por ejemplo... así que se vuelve un obeso mórbido de tanto buscar comer más y más de Su presencia... chocolates, chuletas y cocacolas: si Dios está en todas partes, me lo tragaré, hasta la obesidad mórbida, pero santa.


A pesar de que el autor usa siempre el mismo recurso (tomar un tema y revolverlo hasta el absurdo), la colección de cuentos no llega a cansarnos, por la variedad de temas y sobretodo por la desbordante imaginación de Allen, quien encuentra una y otra vez una vuelta de tuerca para tirarle un pastel en la cara a Freud, a Ingmar Bergman, al ajedrez, a la tradición judaica y a lo que se le ponga por delante.


No es un libro que te vaya a cambiar la vida, no. Pero te vas a reír como idiota un par de semanas después de haberlo leído, y eso para mí es más que suficiente.
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