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Crítica de Paloma


Paloma
06 August 2019
"¿Puede haber lugar para la absolución de nuestro mundo, para nuestra felicidad o para la armonía eterna, si para conseguirlo, para consolidar esta base, se derrama una sola lágrima de un niño inocente? (…) No. Ningún progreso, ninguna revolución justifica esa lágrima. Tampoco una guerra. Siempre pesará más una sola lágrima…" -Dostoievski.

Quisiera escribir tantas cosas de este libro pero ninguna le haría justicia. Es difícil clasificar esta obra como uno de las mejores que he leído, sobre todo cuando se trata de un tema tan delicado: la guerra y los niños. La narrativa de Svetlana es desgarradora, terrible, pero es una de las voces más fundamentales y más importantes de finales del siglo XX y cuya obra debería conocerse y reproducirse en todo el mundo.

¿Por qué? Porque ella nos recuerda lo peor de la humanidad y, paradójicamente, lo mejor. Porque su obra, haciendo eco de las voces de aquellos silenciados, es el mejor recordatorio de los horrores a los que nos puede llevar el fanatismo y el dogmatismo, la visión única y deshumanizadora de tantas ideologías políticas que enfrenta el mundo hace más de setenta años y que hoy nos siguen amenazando. Porque sin duda, el ser humano es tan necio y tan ciego que pareciera estar destinado una y otra vez a cometer los mismos errores, con los mismos resultados y con las mismas pérdidas y dolor.

Cuando leí La Guerra no tiene rostro de mujer, también de Svetlana, el pensamiento que más se quedó conmigo fue que, si el mundo leyera ese libro, jamás pensaría o desearía ir a la guerra. Lo mismo sucede con Últimos testigos, que recopila las voces de los niños que crecieron y vivieron la Segunda Guerra Mundial en la actual Bielorrusia. La angustia, el terror, el hambre y la muerte fueron las únicas constantes para millones de niños cuya cotidianidad incluía bombardeos, golpes, sangre y el temor constante de no volver a ver a sus padres.

Cuando niña, recuerdo perfectamente que mi mayor temor era ése: perder a mi madre y a mi padre (sobre todo a mi madre), y quizá no haya una cosa más angustiante. Aún hoy, es aterrador pensar en perder a un padre aunque sea lo más natural del mundo. No puedo ni imaginar qué sintieron todos estos niños que sí pasaron por ello y en circunstancias tan inhumanas y crueles. Uno, simplemente, no se recupera:

“Acabó la guerra…Esperé un día, otro día, pero nadie venía a buscarme. Mi madre no venía, y de papá creía que estaría en el ejército. Esperé así dos semanas, no pude esperar más. Me metí en un tren, me escondí debajo de un asiento y viajé… ¿A dónde? No lo sabía. En mi inocente visión infantil del mundo, creía que todos los trenes iban a Minsk. ¡Y que en Minsk me esperaba mamá! Que mi padre regresaría luego a casa…

Los dos habían desaparecido en un bombardeo. Los vecinos me lo contaron. al estallar la guerra los dos salieron a buscarme. Fueron corriendo a la estación de tren.

Yo ya he cumplido cincuenta y un años, tengo mis propios hijos. Y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá.”

Pudiera reproducir miles de pasajes como éste. ¿Cómo hemos sido capaces de hacer menos al otro, de no verlo como otro ser humano? ¿Quién puede destrozar el cráneo de un niño, u obligarlo a ver la muerte de sus padres? El límite de la maldad es inconcebible, o como bien dice otro de los testimonios de Svetlana: “La gente que no ha visto a una persona matando a otra es otro tipo de gente”.

Otro de los temas que describe en la crónica y que más me impactó es el hambre. En nuestra época y en las sociedades modernas, tenemos un tema con la comida: la hemos llevado a uno de los dos extremos –a una obsesión por ser delgados o bien, a una dejadez tal que causa problemas de obesidad mórbida en muchísimos países. Y ni hablar del desperdicio de la misma.

Después de leer este libro, me sentí avergonzada. ¿Cuántas veces hemos abusado de la comida, o bien, la hemos rechazado por temor a engordar? Tantísimas veces sin pensar en cuánta gente en el mundo no tiene acceso a la misma, o no lo tuvo, como los niños de la Guerra. ¿Qué sabemos nosotros de tener que comer piedras, cinturones, tierra? No sabemos nada y por ende, no agradecemos el alimento que tenemos en la mesa. Somos tan inconscientes…

A pesar de la crudeza de este texto, de alguna extraña forma, siento que Svetlana da un poco de esperanza. No sé si en la humanidad (porque después de leer esto es complejo), pero sí de la resiliencia del ser humano, de aquellos hombres y mujeres que a pesar de la adversidad, hicieron una vida. Sobrevivieron.
“Por supuesto, mi madre se dio cuenta de ese cambio. Intentaba distraerme, se inventaba fiestas, nunca se olvidaba de mi cumpleaños…En casa siempre había invitados, sus amigos. Ella misma invitaba a las niñas de mi entorno. A mí me costaba entenderlo. Pero a ella le atraía la gente. Yo no podía sospechar lo mucho que me quería mi madre.

Me volvió a salvar con su amor…”

Pienso que, en un entorno tan caótico como el de hoy en día, la obra de la Alexiévich resulta de lo más relevante y necesario.
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