Sin ser malo, es el que menos me ha gustado del autor. Este su segundo libro, no tiene la frescura del primero (La serpiente de oro) ni la gravedad dramática del tercero (El mundo es ancho y ajeno). Pero quizás estoy siendo demasiado exigente: no hay que olvidar que lo escribió en su cama del hospital tras una enfermedad que casi le cuesta la vida. Aunque me encantan los libros de perros que hablan (y de animales parlantes en general) este debe ser, junto a Firmín, la excepción.
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