Lo que observaron era portentoso. Una especie de fiebre colectiva estaba sacudiendo a ese mundo animal-vegetal. Todos trabajaban. Los árboles caían, talados por los hombres. Éstos, quitaban las ramazones. Cortaban las más gruesas. Las que podían servir para estacas o travesaños. En seguida los monos se trepaban a los troncos, tratando de limpiarlos. Los despojaban de hojas, flores, frutos o enredaderas. A veces ellos mismos transportaban los trozos de madera hacia donde se unían los cerros. Otras ocasiones, no lo hacían. Habían aparecido, venidos quien sabe de dónde, centenares de murciélagos. Eran éstos quienes cumplían el encargo. Volaban torpemente en múltiples de siete. Se hacinaban debajo de los troncos. Y alzaban otra vez el vuelo. Los troncos se elevaban entonces, como si tuvieran alas. No sólo eran los monos y los murciélagos. También otras especies zoológicas prestaban sus servicios. Como en todas las horas cruciales, parecían olvidar sus cotidianas diferencias. En un pacto implícito, no se devoraban los unos a los otros. Cuando chocaban entre sí, por acaso, se apartaban con prudencia. Sin responder a sus instintos naturales de agresión. Continuaban usando sus propios lenguajes. Desde los mamíferos hasta los reptiles. Sin embargo se diría que un sincronismo dinámico unificaba esas expresiones en un idioma único, exclusivo, integrado en la voz de la selva.
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