Tratado de culinaria para mujeres tristes

Acá se supone que pondría una breve sinopsis sobre la trama del libro, pero esta vez no será porque por más que lo intenté, no logré descifrar la trama que el autor intentó darle al libro.
Por lo que logré entender, la idea es que el libro sea una suerte de “consejos” dados por el narrador a las mujeres. La gran mayoría de ellos tienen como punto en común la cocina, la cocina no simplemente como el lugar donde se preparan los alimentos actualmente, sino como el siento de encuentro y el más importante de las casas antiguas. Ese lugar desde donde las mamás de antaño eran capaces de dirigir a toda su familia, que era sitio de encuentro y donde se preparaban tanto platos para el deleite de toda la familia, como los remedios para cualquier mal que alguno de los miembros.
Salvo algunos pasajes bellamente escritos, con el libro no logré conectar la mayor parte del tiempo. Me parece que está lleno de prejuicios que no tienen sentido alguno, que el asunto de “tratado de culinaria” es una simple excusa para escribir y que ese posible hilo conductor se pierde rápidamente.
Lamento no tener nada más por decir del libro, porque en serio que no disfruté para nada su lectura.

Hay libros que nos transportan a momentos, lugares, personas... de forma clarísima. Y a la velocidad de la luz. Esto me sucede con Tratado de culinaria para mujeres tristes (1996), de Héctor Abad Faciolince que, en realidad, ya no le pertenece, porque forma parte de unas páginas pasadas de mi vida en las que todo era nuevo, tan fascinante como aterrador. Pero yo saltaba una y otra vez a ese abismo llena de ilusión.
Cuando terminé las clases del antiguo CAP, recién licenciada, me adjudicaron un centro para hacer las prácticas. Y allí me presenté yo a la hora de la cita, que era bastante temprano, por cierto, imaginando que ahí se iniciaría mi carrera profesional. O no. Porque no tenía nada claro que lo mío fuera la enseñanza. Cuando se abrió la puerta, apareció mi tutora, una mujer que parecía acabar de descender de un automóvil en los años veinte. Teresa derrochaba personalidad, vitalidad, talento y estilo. Me explicó rápidamente que nosotras no dábamos clase en diurno. Lo nuestro tenía lugar por la noche y nuestro alumnado estaba compuesto por una gran mayoría de adultos de todo tipo. "Ya los verás". Y vaya si hice.
Durante semanas expliqué el teatro barroco e hice un monográfico sobre la literatura de Gijón que los alumnos acogieron con curiosidad y entusiasmo. Teresa estaba muy satisfecha. Y sorprendida. le extrañaba que nunca antes hubiera dado clase. Yo también lo estaba, la verdad. Me encantaba planificar las sesiones, escoger los textos... y disfrutaba escuchando los debates y las distintas aportaciones. Empecé a entender que la literatura nos salva, nos cura, nos devuelve las ganas de vivir. Nos despierta y nos hace vibrar.
Cuando se terminaron mis prácticas todos lo sentimos mucho. Teresa me dijo que tenía un libro para mí y me regaló este del que os hablo. Un compendio de textos que sirven para curar unos cuantos dolores grandes y pequeños que nos afectan a las mujeres pero, cuya principal virtud, es llegar a nuestro corazón y hacerlo suyo
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