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Crítica de MarioG17


MarioG17
01 June 2020
“A mis sombras”. Así dedica Rafael Chirbes (1949-2015) este libro. Tan breve como intenso, La buena letra encarna un dolor que procede de lo profundo del alma y se clava en todo el ser del lector.

Ana es la narradora de esta novela. Ella será la que le cuente a su hijo —y al lector— la historia de su vida, concretamente su matrimonio y las idas y venidas de una familia desafecta y minada por la envidia, el rencor y el olvido. Chirbes es más conocido por obras como la multipremiada Crematorio o En la orilla. Sin embargo, esta novela no se queda atrás y también ha conseguido el estatus de una de sus grandes obras maestras. Porque sí, Chirbes tiene ya unas cuantas.

Tras una nota a la edición de 2000 en la que Chirbes confiesa que se ha eliminado el último capítulo de la anterior edición a petición suya, la novela comienza con una narración tan desoladora que desgarra. En la página 4, de hecho, yo ya estaba llorando. Mi cara compungida se confundió con la que muestra Ana en la ilustración de la cubierta del libro. Ese gesto de dolor que augura un llanto lastimero y sin consuelo es el que resume a la perfección el sentimiento que despierta la novela.

El paso del tiempo es algo que me pone tristísimo, y por eso este libro me conmovió tanto. Ana habla del tiempo, de su marcha, de todo lo que quedó atrás y no va a volver. La gente que se fue, que desapareció de nuestras vidas o que falleció, pero que lo fue todo para nosotros.

Durante la guerra civil española, el marido de Ana estuvo en el frente. Allí pudo contemplar la muerte y la suciedad de la muerte. Cuando esta terminó, volvió al municipio valenciano donde vivían —Bovra, un nombre inventado— y se escondió. Cuando se atrevió a salir, se entregó, recibió una paliza y pudo seguir con su vida normal, si es que a vivir en la miseria se le puede llamar ‘vida' y se la puede adjetivar como ‘normal'.

En el pueblo se seguirán sucediendo los fusilamientos de los fascistas, por eso Ana dice: “Seguíamos en guerra, aunque ya hubiera oficialmente concluido”. Aquí entra en escena un personaje fundamental: Antonio, el hermano del marido de Ana, es decir, su cuñado. Antonio está en la cárcel y Ana y su marido se encargan de llevarle la poca comida que pueden —cuando las cáscaras de las naranjas o las peladuras de la patata eran consideradas alimentos de lujo por los presos—. Precisamente como otra Ana, en este caso de la novela Ana no, de Agustín Gómez Arcos, que busca al hijo, al preso, a nadie.

Al principio de la historia, Ana y su marido pueden sentirse libres, mientras que Antonio es un despojo que llora por un mendrugo duro de pan que poder llevarse a la boca. Sin embargo, cambiarán las tornas y los papeles de los personajes, así lo vaticina Ana, que va anunciando algunas desgracias o traiciones que van a tener lugar. Un día dejan libre a Antonio, pero las cosas no mejorarán para ellos pese a la esperanza inicial. Ya no habrá represión ni miedo, sino miseria y se verán aplastados como cucarachas por aquel por el que un día lucharon. Sí, hablo de Antonio.

Él se unirá a una mujer, su nivel de vida crecerá, pero no compartirán nada con aquellos —Ana y su marido, que siguen saliendo a flote de milagro mes a mes— que un día se quitaron la comida de la boca para llevársela a él a la cárcel. Que su hermano menor, que hasta hacía poco había estado en la cárcel rogando por un boniato, ahora no compartiera la comida con los que le habían dado todo enfureció al marido de Ana. O que fumara puros junto al mismo hombre que le apalizó cuando se entregó tras la guerra.

Estas vidas de miseria, incompletas, se quebrarán con la envidia y los rencores familiares. La rutina y el trabajo les consumirá la salud a Ana y a su marido, les absorberá el alma y las ganas de vivir. Solo las visitas al cine los domingos con su hija salvarán a Ana de la desolación completa. Por su parte, su marido se hundirá en el fracaso y verá cómo su propio hermano se codea con matones o le adelanta por la derecha mientras él se hunde en el fango. La envidia y el daño que te hace la gente cercana le agrian el carácter a cualquiera, como le pasó al marido de Ana.

Así, a través de múltiples saltos en el tiempo, iremos viendo pasar temas como la vejez, la soledad del ser humano y la evolución de los personajes, el casi inmovilismo económico de Ana y su marido y su deterioro mental y emocional. al fin y al cabo, las emociones de cada uno marcan sus decisiones y su futuro, y los secretos y las mentiras de los entresijos familiares subyacentes desgastan las relaciones. Cuando la maldad lo invade todo, no hay nada que hacer.

La represión, el miedo y el silencio de los republicanos derrotados son el eje de las primeras páginas, cuando la narradora hace gala de una fortísima emotividad que desborda a cualquier lector que se precie. Luego, la historia rebaja el dolor, aunque sigue con el drama. En todo momento hay reflexión e introspección. Qué fue de aquellos momentos de felicidad, del noviazgo —cuando encontramos pasajes tiernos de la pareja protagonista— o de la infancia del receptor —el hijo de Ana—.

Es sorprendente cómo Chirbes fabrica a una narradora tan perfecta y se mete en su papel de tal modo que a simple vista este libro parece estar escrito por una mujer. Creo que la elección de Ana como narradora y la manera de manejarla es inmejorable. Ella le cuenta la historia a su hijo, que va a verla de cuando en cuando. Pero, en realidad, se la cuenta a ella misma a través de él, como terapia, expiación o sanación, para curar esa herida y que así salga el pus y la infección. Para que la muerte arrase con todo, incluso —ay, menos mal— con los malos recuerdos de una vida desgraciada.

Es admirable que Chirbes huya de la paja y de las rutinas repetitivas y se ampare en una narración soberbia como esta. Así, cada dos páginas más o menos comienza un nuevo capítulo, que agiliza la narración y permite que el lector empatice con Ana y absorba y digiera el dolor, para que no se acumule y se haga bola. Es un libro donde casi se pide a gritos más profundidad, que se cuente más de la historia, más tristezas, más perjuicios causados a ese pobre matrimonio, para seguir martirizándose.

La buena letra es el disfraz de las mentiras”, dice la narradora, y de ahí el título. Su marido y su cuñado mueren. Su hijo apenas va a verla con sus nietos. Mientras ella —se— cuenta su historia, se consume con el fuego de sus recuerdos. Un libro sublime donde la presencia del autor apenas se nota —y se agradece—. Retuerce las entrañas al lector y conmueve hasta sentir la punzada del dolor de Ana. Una patada en la boca del estómago duele menos que esta historia.
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